miércoles, 8 de noviembre de 2017

Un Pacto: Capítulo 5


Una vez en su oficina, se sirvió un café de la máquina, y extendió los planos de la fachada del puerto, haciendo un esfuerzo por concentrarse; los años de disciplina en ese sentido hicieron el resto. A las diez y veinticinco, se dio cuenta de qué era lo que no iba bien en el paseo entablado del puerto. Se trataba del estacionamiento, y finalmente se le ocurrió un modo de solucionarlo. Se sintió satisfecho consigo mismo, y bajó deprisa a encontrarse con Paula. La nieve se había derretido, y un pálido sol bañaba las calles entibiando apenas el día. Le diría que había reflexionado sobre el asunto y que no le convencía su propuesta. Sería un modo de ahorrarles la inspección de los dos solares. Y luego se olvidaría de ella. En dos semanas estaría de vuelta en Toronto, su lugar. Se hicieron las diez y media rápidamente. Luego las diez y cuarenta. Se empezó a impacientar. De alguna forma sospechaba que ella no era una mujer impuntual. A las diez y cuarenta y tres minutos llegó un camión verde pequeño, con la inscripción de Jardines Chaves en letras doradas.

–Siento mucho llegar tarde. Nunca llego tarde. Mi madre tenía la obsesión de la puntualidad, y parece que la he heredado. No puedo soportar la idea de que alguien me esté esperando... Le pido disculpas, señor Redden.

Él tenía idea de quedarse a un lado del coche, soltarle su discurso, y volver a la oficina. Pero en cambio se vio subiendo a la camioneta, y mirando su bello rostro como si no pudiera apartar la vista de él. Ella tenía aspecto de estar cansada, una mujer muy diferente de la que había conocido el día antes, y definitivamente de la que había visto tres horas antes en el club. Aunque hubiera sido más justo decir, de la que había espiado antes.

–¿Qué ocurre, Paula? –le preguntó. 

Era la primera vez que Pedro usaba su nombre. 

–¡Nada! ¡Ya le he dicho! ¡Odio llegar tarde! El motivo por el que he llegado tarde, es que mi mejor amiga ha tenido un niño esta mañana, su segundo hijo. Recibí el mensaje cuando llegué al trabajo, así que he tenido que correr al hospital, y luego ya se me hizo tarde para mi otra entrevista –se rió nerviosamente–. Con un inspector retirado cuyas ideas sobre la puntualidad podrían rivalizar con mi madre...

–¿Y su amiga? ¿Ha salido todo bien? 

–¡Sí! Por supuesto. 

–No parece especialmente contenta. 

–Por supuesto que estoy contenta –él parecía brujo, se daba cuenta de todo al parecer.

–¿Sí? No parecía...

–Estoy muy contenta –dijo ella en voz alta, remarcándolo–. Ha sido un niño hermoso. Y estoy muy contenta –miró por el espejo del coche, y avanzó por entre el tráfico–. Iremos a la calle Corneli primero.

Pedro no tenía idea de lo que ocurría. Pero ella parecía un volcán a punto de estallar.

–¿Sabe? Es la primera vez desde que nos conocemos que no es sincera conmigo.

–Señor Alfonso, yo... 

–Pedro, por favor –la interrumpió. 

Paula no sabía cómo decirle diplomáticamente que no se metiera en su vida privada. No podía explicarle sus sentimientos contradictorios y confusos, entre otras cosas porque ni ella misma podía explicárselos a sí misma completamente.

–Mi vida privada es privada. Nunca le hubiera hablado de mi amiga Sofía, de no ser porque he llegado tarde.

Él sintió que ella le asestaba un golpe con su respuesta. ¿Por qué le molestaba? Los negocios eran los negocios. Y era un error mezclar los asuntos privados con ellos. Entonces, ¿Qué diablos hacía él sentado en esa camioneta cuando todos sus instintos le decían que debía apartarse de ella?

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