viernes, 10 de noviembre de 2017

Un Pacto: Capítulo 6

–¿En qué tiempo piensa llevar a cabo este proyecto? –preguntó él, tan enfadado consigo como con ella.

–Todavía no lo he decidido totalmente. Quizás la primavera sea un momento de demasiado trabajo para mí, pero he contratado a un par de empleados más para que trabajen con mi ayudante. Así que supongo que podré arreglarlo sin problemas.

¿Sería Juan Purcheli su ayudante? Pero ésa era una pregunta personal que no haría.

–¿O sea que los jardines podrían estar listos para el verano?

–Sin duda –ella se metió por una calle y estacionó en una esquina con un cartel enorme que ponía: «Se vende».

La próxima media hora era crucial para ella. Se bajó de la camioneta con sus pantalones color beige y sus botas de trabajo y atravesó la calle.

–Para mí las zonas verdes son prioritarias, así que el parque no quedará sin hojas en invierno –dijo entusiasmada–. Podríamos poner un camino sinuoso con árboles a sus lados, y muchos bancos.

–¿No le preocupan los actos vandálicos?


–Ya he pensado en eso. En lugar de flores de todos los colores que pudieran tentar a la gente para que las arrancasen, me centraré en las plantas y árboles. Helechos, arbustos... Algunos de ellos son de un verdeazulado muy bonito. También quedarían bien unas rocas de granito, y algo de estilo jardín japonés. Puede que consiga un arce japonés de hojas rojas. Crecen lentamente, pero quedan muy bien con los arbustos de hoja perenne. Aquí tiene un diseño hecho por computadora –desplegó los papeles, en uno se veía el lugar desértico transformado en un oasis en medio de la ciudad.

–¿Y qué me dice de una fuente?

–Eso resulta mucho más caro. Aunque sería estupendo.

–Tengo un amigo que diseña fuentes; son muy bonitas y están a prueba de actos vandálicos. El sonido del agua puede ser muy relajante. Y me parece acertado que se centre en las plantas de verde perenne sobre todo.

Paula se sonrojó entusiasmada.

–Los pájaros seguramente apreciarán la idea de una fuente.

–¿Quiere que los pájaros y la gente estén contentos?

 Ella se rió.

 –¡Eso mismo! ¿Ha visto los planos? No quiero que se le haga tarde para su siguiente entrevista.

Cuando iban caminando por la calle Dow, Pedro miró nuevamente los planos del jardín. Al llegar al solar caminaron a lo largo y a lo ancho. Paula le mostró dónde situaría cada una de las cosas que pensaba colocar allí, los jardines, las sombras, el lugar para juegos.

–Necesitará un montón de abono y tierra fértil –comentó él.

–Puedo conseguirla. El cobertizo tendrá que ser muy sencillo. Pero he pedido a una de los asociaciones de servicios locales que me envíen los juegos de los niños. Son muy buenos en esto.

Después de recorrer el solar, salieron a la calle, igual de inhóspita que el descampado.

–¿Y el agua?

–Mangueras del subsuelo. El mejor modo de riego.

–Pero no el más barato.

–Lo único que le pido es el terreno, Pedro. Anoche he leído un par de artículos más sobre usted y sus proyectos en la zona pobre de Chicago, cuando estaba estudiando arquitectura. No todos salieron bien. Pero lo intentó –ella se apartó el pelo de la cara y se lo puso detrás de las orejas– . Eso es todo lo que podemos hacer: intentarlo.

–Pone mucha pasión en esto –dijo él.

–Sí. Así es.

 –Haré la escritura a nombre de la ciudad –se oyó decir–. A condiciónde que me deje suministrar la tierra fértil para ambos lugares, y pagar los cobertizos. También donaré algunos árboles grandes para ambos lugares.

–¿Quiere decir que lo hará?

Él asintió con un sentimiento de fatalidad.

–¿Los jardines y el parque?

–Los dos, Paula.

Ella no podía creerlo. Le tomó las manos y se movió de un lado a otro. Su rostro estaba encendido de alegría.

–¡Es maravilloso! ¡Oh, Pedro, gracias! Es muy generoso de su parte. ¡Estoy tan contenta!

El viento soplaba con fuerza. Los pechos de Paula, bajo la camiseta beige con el logotipo de su empresa, parecían moverse también. Y Pedro deseaba tanto besarla, que tuvo que hacer un esfuerzo desmedido para no hacerlo.

–Me ocuparé de los asuntos legales con el ayuntamiento –dijo él formalmente–. ¿Podría ocuparse su abogado de hacernos un contrato?

–¿No está entusiasmado?

«Sí», pensó él. «Sexualmente entusiasmado, y excitado, y no del modo que usted quisiera, señorita Haines».

–Sí, por supuesto. Simplemente que como soy más viejo, lo disimulo más.

–¡Bueno, usted tiene sólo treinta y cuatro años!

–Debería usar guantes –dijo él despistando, mirándole las manos.

–Siempre me olvido de usarlos. Debería verme las manos en verano. No creo que pudieran salir en una revista de modas. Todos los años me compro un par de guantes para jardinería, y todos los años los pierdo el primer día que me los pongo –frunció la nariz, todavía estaba excitada–. Lo llaman regresión algunos. Me gusta hacer castillos de arena y de tierra. La camioneta, las tarjetas de la empresa, los diseños por computadora, son todas excusas para ensuciarme las manos y las uñas con tierra.

–¿No le permitían hacer castillos de arena cuando era niña?

–Mis padres eran muy estrictos. Vestidos de princesa y manos limpias.

–Sus ojos son color melaza, una hermosa combinación de marrón y negro, brillante –dijo Pedro, como quien acaba de descubrir algo.

–Bueno, la verdad es que no me habían comparado nunca con la melaza, dulce y viscosa. ¿No se le ocurre nada mejor? –Bromeó Paula–. ¿Sabe una cosa? Usted tiene el pelo color tierra fértil.

–¿El color de la materia vegetal podrida? Gracias.

–Y sus ojos, son como la pizarra, grises con un tono azul muy bonito.

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