lunes, 20 de junio de 2022

Mi Salvador: Capítulo 27

Pedro sintió un nudo en el estómago. No esperaba una banda de música, pero sí una sonrisa.


—¿Paula?


Ella lo miró con cautela y forzó una sonrisa. Luego, con manos temblorosas, le dió la medalla. Pedro la recibió con la mano izquierda, mientras con la derecha le estrechaba la mano que le ofrecía. «¿Qué demonios estaba pasando?». Aquella era la mujer a la que había salvado la vida, con la que había pasado horas hablando y cuyo dolor había calmado. Lo había besado en agradecimiento y en aquel instante no era capaz de sonreírle. Cuando Paula fue a retirar su mano, él la sujetó por más tiempo del necesario. Sus miradas se encontraron.


—Te has cortado el pelo —susurró y luego sonrió.


Como si aquel comentario banal hubiera surtido efecto, sus ojos brillaron confusos antes de reflejar alivio. Su fría fachada se vino abajo y surgió la Aimee que recordaba de la A-10. Antes de que pudiera darse cuenta, se puso de puntillas y lo abrazó. Sus manos la tomaron de la cintura y le devolvió el abrazo. El público se puso de pie para aplaudir.


—Te he echado de menos —le susurró ella al oído, como si hubiera esperado un año para decírselo—. Me alegro de verte.


Mientras abrazaba a una mujer que no era su esposa ante doscientas personas desconocidas, Pedro se dió cuenta de que aquellos sueños y recuerdos que había intentado ignorar le habían estado diciendo algo: que él también la había echado de menos. Aunque tan solo había pasado con ella unas horas, la había echado de menos todo un año y la había mantenido presente en su subconsciente. La abrazó con más fuerza levantándola del suelo y estrechando sus curvas contra él. Se le había olvidado la medalla que tenía en la mano. Después de todo, aquel era todo el reconocimiento que necesitaba. El corazón de Paula seguía acelerado veinte minutos más tarde, mientras charlaban en un rincón del escenario. Al mirar aquellos ojos azules, toda su determinación había desaparecido y el tiempo había dado marcha atrás once meses, nueve días y dieciséis horas, volviendo a unir a dos completos desconocidos.


—Te estará esperando alguien —dijo Paula, ofreciéndole una salida para el caso de que su sensación fuera equivocada.


—No. He venido solo a Camberra.


—Tu… ¿Tu familia no ha venido contigo?


Se sentía una cobarde, pero no quería preguntar. Quería que fuera él el que se lo dijera abiertamente para comprobar que no era como su padre.


—Se han quedado en casa. Querían venir, pero les dije que no. Era demasiado caro para ellos. Iré a verlos y les daré la medalla.


—Ya.


¿Qué otra cosa podía decir? Solo quería saber una cosa, pero no se atrevía a preguntar.


¿Por qué no lo había acompañado?


—Ningún compañero podía acompañarme porque tenían que cubrirme. Y Mica no podía dejar el trabajo.


—¿Mica? —preguntó inocente.


—Micaela, mi esposa.


Paula miró su mano y seguía sin llevar anillo. Él se dió cuenta y se llevó la mano al cuello.


—Lo llevo colgado del cuello. No es aconsejable llevarlo mientras trabajo. 

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