viernes, 18 de octubre de 2019

El Seductor: Capítulo 27

–Sí. Vamos de camino.

Mientras Federico y él cargaban con el árbol hacia las motos de nieve, Pedro se preguntó qué diablos estaba haciendo. Había jugado esa última carta como un adolescente que nunca había besado a una chica. Ella quería que se alejara. Prácticamente se lo había ordenado, pero él la había ignorado. Estaba seguro de que la habría aprisionado contra un árbol diez segundos después si Federico no hubiera aparecido. No le gustaba la idea de haber estado a punto de perder el control, de haber estado a punto de hacer algo que su instinto le decía que sería mala idea. No era típico de él. Siempre mantenía el control sobre sí mismo en lo que respectaba a las mujeres. Sin embargo, Paula Chaves conseguía acabar con ese autocontrol, hacerlo pedazos como una motosierra sobre una tabla de madera. ¿Qué iba a hacer? No quería rendirse sin haber saboreado mínimamente esos labios, aunque tal vez tuviera que aceptar la cruda realidad de que, a veces, las cosas no estaban destinadas a ocurrir.

Cuando se montaron en las motos de nuevo, comenzó a caer una ligera nevada, agradable si se veía desde una ventana en el interior de una casa, pero incómoda al ir sentado sobre una moto. De modo que todos parecieron contentos al llegar a Cold Creek. Cuando llegaron, descargaron los árboles del trineo. Mariana parecía cansada y los niños tenían frío, de modo que Leandro y Federico los mandaron dentro para calentarse. Mientras amarraban los árboles en sus respectivos vehículos, Pedro llevó las motos al garaje y las examinó antes de guardarlas. Él era el mecánico por defecto en el rancho, y le gustaba pensar que la gente acudía a él cuando las máquinas se rompían. Acababa de guardar la última moto cuando Leandro apareció en la puerta del garaje.

–Ya casi he terminado –dijo Pedro–. Vete dentro para ver cómo está Mariana.

–Estará bien.

–Por cierto, ¿Qué le pasaba hoy? Hacía tiempo que no la veía con muletas. Dijo que tenía una irritación. ¿Va todo bien?

–Está cambiando de medicación para el dolor y estamos intentando encontrar la combinación adecuada. No se lo digas a nadie, pero Mariana y yo estamos hablando de formar una familia, y ella quiere dejar algunas de las pastillas fuertes antes de intentarlo.

Pedro sintió de nuevo esa curiosa presión en el pecho. Sus dos hermanos estaban felices con sus esposas y sus familias. Se dijo a sí mismo que se alegraba por ellos. Pero no entendía por qué la vida que siempre le había parecido perfecta de pronto le parecía vacía en comparación.

–Es maravilloso –dijo–. No se me ocurren dos personas mejores para ser padres.

Al ver que Leandro permanecía en la puerta, Pedro suspiró, colocó la tapa del aceite en la moto de nieve y se incorporó, esperando el sermón que se avecinaba. Conocía aquella mirada en los ojos de su hermano. Federico debía de haber visto más de lo que creía al encontrarse con Paula y con él, y habría enviado a Leandro a hacer el trabajo sucio.

–Allí vamos, entonces –dijo.

–¿Qué?

–Tienes la típica mirada de hermano mayor. Ha sido Fede el que ha estado mirándome con reprobación durante todo el viaje de vuelta, de modo que ¿Cómo has llegado a estar tú en esto?

–Yo saqué la pajita más corta –dijo Leandro apoyándose en la puerta.

–Qué afortunado.

–Pues sí. Así que me toca a mí preguntarte qué diablos te crees que estás haciendo.

Realmente no estaba de humor para aquello. Pedro llevaba toda la vida recibiendo sermones de ese tipo de sus hermanos. Se preguntaba si Leandro y Federico todavía seguirían diciéndole cómo vivir su vida cuando tuviera setenta años. Probablemente.

–Creo que estoy guardando las motos. ¿A Fede o a tí les parece mal?

–Sabes que no. Haz lo que te dé la gana con las motos de nieve. Pero a ninguno de los dos nos hace mucha gracia que encandiles a una mujer agradable como la directora Chaves.

–¿Encandilar? –preguntó Pedro arqueando una ceja.

–Ya sabes a lo que me refiero. ¿Qué estás haciendo, Pepe? No es la típica chica de bar. Es una mujer agradable con dos hijos, un padre retirado y un trabajo responsable. Se merece algo mejor.

–Gracias –contestó él–. Siempre es agradable recibir un voto de ayuda de mi familia. No te cortes. ¿Por qué no me dices lo egoísta, irresponsable y cerdo que soy para que podamos entrar en casa y comer?

–Oh, ahórrate el numerito del «pobrecito de mí». Sabes que no es eso lo que quería decir. No hablo de tí como persona; me refiero a tus flirteos habituales con las mujeres. Dado que llevas con ese juego desde antes de tener edad para afeitarte, no es difícil saber hacia dónde va esto.

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