viernes, 11 de octubre de 2019

El Seductor: Capítulo 13

Los sábados solían ser uno de los días más productivos de la semana, alejada del despacho y de todas las distracciones de tener que llevar una escuela de primaria con cuatrocientos alumnos. Normalmente conseguía hacer más cosas en unas pocas horas que en dos días en la escuela. Ese día, sin embargo, Paula no lograba concentrarse en el trabajo mientras esperaba a que Pedro Alfonso regresara con Nicolás. Tras tratar durante hora y media de organizar algunos papeles mientras Melina descansaba a su lado en el sofá del estudio viendo la tele, finalmente lo dejó por imposible. No estaba preocupada por Nicolás. Estaba preocupada porque su hijo olvidara que Seth estaba haciéndole un favor enorme y demostrara su enfado con el mundo de la manera habitual. No podía estresarse por eso. Algo le decía que un hombre como Alfonso era perfectamente capaz de enfrentarse a un rebelde de catorce años. Era el típico hombre capaz de cualquier cosa. Pensó en aquellos hombros fuertes y anchos y tuvo que contener un suspiro. ¿Por qué no podía sacarse a ese hombre de la cabeza? Había sentido una fascinación por él desde la primera vez que oyese su nombre, mucho antes de que su hijo estrellara su coche. Había sido más o menos un mes después del comienzo de las clases; ella estaba en su despacho después de comer cuando una de las profesoras se había pasado por la oficina para hablar con Diana, la secretaria del colegio.

A Paula no le había sorprendido que fueran amigas. Diana era solo unos años mayor que Vanina Barnes, la nueva profesora. Aparte de eso, era una mujer cálida, la típica que atraía a la gente hacia ella. No solo era fantástica en su trabajo, sino que los niños la adoraban y sabía que los demás profesores también. No había pretendido escuchar, pero su puerta estaba abierta y había oído toda la conversación.

–Dijo que me llamaría –se quejaba Vanina–. Qué estúpida fui al creérmelo.

–Eres humana y mujer –dijo Diana riéndose–. No hay ninguna mujer en el pueblo capaz de resistirse a Pedro Alfonso cuando pone esa sonrisa. Si hasta las ancianas del club de punto de mi madre lo miran deseosas.

–Aquella noche en el bar, parecía como si yo fuese la única mujer en el mundo –dijo Vanina con amargura–. No me dejó ni un momento, y bailamos todas las canciones. Pensé que realmente le gustaba.

–Estoy segura de que le gustabas esa noche. Pero eso es lo que tiene Pedro. Vive el momento.

–Es un perro.

–No lo es. Lo creas o no, es un tipo bastante decente. Es el primero que sale con su tractor a quitar la nieve de sus vecinos después de una gran nevada, y siempre tiene un rato para ayudar a cualquiera que tenga problemas. Pero fue bendecido con un aspecto físico que hace que las mujeres se vuelvan locas con él.

–¿Crees que lo de la otra noche me lo imaginé?

–No. Cariño, claro que no. Mis amigas y yo tenemos una teoría. La llamamos Escuela de rodeo de Pedro Alfonso. Si tienes suerte y se fija en tí, súbete al toro y agárrate fuerte. Probablemente no dure mucho, pero lo que dure no lo olvidarás.

–¡Yo no soy así! –había exclamado Vanina–. Ni siquiera voy a bares. No bebo. Probablemente no lo hubiera conocido si mi compañera de piso no me hubiera arrastrado con ella esa noche.

–Lo cual probablemente sea la razón por la que no te haya llamado –señaló Diana amablemente–. Eres una profesora de guardería con la palabra «casadera» estampada en la frente. Eres dulce e inocente, y probablemente ya hayas elegido los nombres de los hijos que quieres tener.

–¿Tan malo es eso?

–Claro que no. Creo que es maravilloso y que en alguna parte habrá alguien que adore eso de tí. Pero eso no es lo que busca Pedro Alfonso.

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