miércoles, 9 de octubre de 2019

El Seductor: Capítulo 9

–Oh, no –contestó Pedro un poco abochornado–. Pero también se ocupan del ganado, y pensé que sería útil cuando estuviese entrenando a un caballo para separar.

–¿Separar qué? –preguntó Melina.

–Separar ganado. Es la acción de separar a una vaca o ternera del resto de la manada. Un caballo bien entrenado puede hacer todo el trabajo. Simplemente has de decirle qué vaca quieres y el caballo la separa del resto.

–¡Vaya! ¿Y tus caballos pueden hacer eso?

–Algunos –contestó él–. Alguna vez, cuando vengas, te haré una demostración.

–¡Genial!

–Melina, será mejor que nos vayamos –dijo Paula–. Nicolás y Pedro tienen trabajo que hacer.

Paula se sorprendió al ver que su hija no montaba un escándalo y simplemente la seguía hacia el coche. Fue entonces cuando comprendió la extraña docilidad de su hija. En solo unos segundos, Melina se había puesto pálida y parecía que le costaba respirar. Debería haberlo imaginado por la combinación de pelo animal, heno y emoción, pero el ataque de asma la pilló desprevenida. Aun así, había aprendido que no debía ir a ninguna parte sin estar preparada. Abrió la puerta y buscó dentro de su bolso. Sacó el inhalador de Melina y se lo entregó; luego la colocó en el asiento del copiloto mientras la niña aspiraba. Melina tenía esa mirada tan familiar de pánico en los ojos, y Paula le habló con suavidad para calmarla, diciéndole las mismas cosas que siempre le decía. Se olvidó de Pedro Alfonso hasta que este se inclinó dentro del coche y dijo:

–Así, cariño. Concéntrate en la respiración y en todo el aire que te llega a los pulmones. Lo estás haciendo muy bien.

Tras unos segundos, la medicación de emergencia hizo efecto y la niña recuperó el color. Paula sintió un dolor en el corazón al pensar en las duras pruebas a las que se veía sometida su hija y en el coraje con que Melina se enfrentaba a ellas.


–¿Mejor? –preguntó Pedro tras unos segundos.

La niña asintió y Pedro se sintió aliviado al ver que todo estaba bajo control.

–Les diría que vuelvan al establo, donde hace más calor –le dijo a Paula–, pero imagino que el heno o el cachorro han sido los causantes, ¿No?

–Eso creo –dijo Paula–. Debí haberlo imaginado.

–¿Por qué no la metemos en casa hasta que se sienta mejor? Este frío no puede ser bueno para sus pulmones.

Pareció como si Paula quisiera contradecirlo, pero, en ese momento, Melina tosió y ella asintió.

–Probablemente sea una buena idea.

Pedro tomó a la niña en brazos y se dirigió a la casa, seguido de Paula y de Nicolás. Melina aún respiraba con dificultad, tratando de superar la terrible sensación de ahogo que él recordaba tan bien.

–Odio tener asma –susurró ella con amargura.

Pedro también reconoció la amargura. Sabía lo que era tener diez años y estar atrapado en un cuerpo que no funcionaba como él quería. Había deseado ser un campeón infantil de rodeos, escalar las montañas, ser el pitcher estrella de la liga infantil de béisbol. Sin embargo, había sido un niño débil que se había pasado demasiado tiempo respirando con un inhalador.

–Apesta, ¿Verdad? –respondió él–. Lo peor es cuando te olvidas de llevar el inhalador y, claro, te viene un ataque.

–¿Tú también lo tienes? –preguntó Melina.

Pedro asintió y dijo:

–Ya no tengo ataques muy a menudo, tal vez una o dos veces al año. Pero no son muy agudos. Cuando tenía tu edad, sin embargo, era otra historia.

La colocó en el sofá de cuero y agarró una manta para ella.

–¡Es increíble! –exclamó la niña–. Si montas a caballo y todo.

–Tú también puedes montar a caballo. Solo tienes que tener cuidado, como yo, y hacer lo posible por controlarlo. Cuando yo era pequeño, no tenían las mismas medicinas que tienen ahora, y tardamos en encontrar el tratamiento adecuado, aunque al final lo conseguimos. Probablemente sepas que el asma no se quita nunca, pero muchas veces los síntomas disminuyen con la edad. Eso me ocurrió a mí.

–Probablemente tú no tenías miedo como yo cuando tengo un ataque. Nicolás dice que soy una debilucha.

Paula pareció dolida por aquel comentario y Pedro le dirigió al chico una mirada. Al menos, Nicolás tuvo la decencia de parecer avergonzado.

–Solo estaba bromeando –murmuró.

–No se me ocurre nada más aterrador que no poder respirar –le dijo Pedro a Melina–. La gente que no ha pasado por ello no lo comprende, ¿Verdad? Es como si estuvieras atrapada bajo el agua y alguien te estuviera apretando los pulmones de modo que solo puedes tomar muy poco aire.

Melina asintió convencida.

–Yo siempre siento que estoy atrapada debajo de una manta muy pesada.

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