viernes, 25 de octubre de 2019

El Seductor: Capítulo 41

–Obviamente a tu padre le encanta jugar a las cartas, ¿Pero cómo se te da a tí el póquer? –preguntó.

–¿Perdón?

–Vamos a estar en pie toda la noche preocupándonos por Melina y dándole el tratamiento cada cuatro horas, pero no tenemos por qué aburrirnos. Vamos a llamar a Nicolás y a jugar un rato a las cartas. ¿Qué dices? Podemos jugar por peniques o lo que tengas. A no ser que pienses que estaríamos pervirtiendo a un menor.

–¿Estás de broma? –preguntó ella riéndose–. Mi padre le enseñó a jugar al blackjack en cuanto tuvo edad para contar. Barrerá el suelo con nosotros.

–Habla por tí. Nunca has jugado a las cartas conmigo. No me gusta perder.

–Creo que ya me había dado cuenta.

Él se rió, feliz por ser capaz de distraerla, aunque solo fuera por un momento.

¿Dónde estaba su hija? Paula recorría los pasillos de un hospital desconocido, encontrándose a su paso con camillas, equipamiento médico y corredores que no conducían a ninguna parte. Abría todas las puertas, pero no encontraba a Melina. Su hija estaba en alguna parte de aquel laberíntico infierno, pero no tenía ni idea de dónde buscar. Su hija la necesitaba y ella no estaba allí. Le rogaba a todo el mundo que la ayudaran, pero nadie contestaba. Nadie en absoluto. Finalmente, cuando estaba a punto de rendirse, recorría el último pasillo desprovisto de puertas salvo por una al final, iluminada por un extraño brillo naranja. Su hija tenía que estar allí, pensaba mientras se cruzaba con personas que la ignoraban. Se sentía sola. Estaba cansada de luchar sin nadie a su lado. Lo único que quería era acurrucarse y llorar, pero tenía que encontrar a su hija. De pronto, como si de un milagro se tratase, se abría un camino entre la multitud. Había alguien delante de ella, alguien con los hombros anchos. No podía verle la cara. Paula corría hacia la puerta y, al llegar, extendía la mano para darle las gracias a la única persona que la había ayudado. La persona se giraba y le dirigía una cálida sonrisa mientras le abría la puerta. Por alguna razón, sabía que se trataba de Pedro, incluso mientras cruzaba la puerta a toda prisa para reunirse con su hija.

Se despertó de golpe, desorientada por aquel extraño sueño. Al principio no estaba segura de dónde se encontraba, pero luego se dió cuenta de que el brillo naranja con el que había soñado debía de ser el fuego que seguía crepitando en la chimenea. Estaba en el estudio de su padre, acurrucada en el sofá. Frunció el ceño tratando de recordar por qué se había quedado dormida allí; entonces los últimos retazos del sueño se apoderaron de ella y emitió un leve gemido. ¡Melina! Paula se quitó de encima la manta con la que no recordaba haberse tapado y se puso en pie tan rápidamente, que la habitación comenzó a dar vueltas. No esperó a que las paredes se estabilizaran y salió corriendo hacia la habitación de su hija. Todo estaba tranquilo allí. El reloj que había junto a la cama indicaba que había dormido más de lo que pensaba. Eran casi las cuatro y cuarto. ¿Cómo había podido quedarse dormida cuando su hija la necesitaba? Pero no. Observó a Melina y vió que estaba profundamente dormida. El monitor del oxígeno junto a su cama indicaba que su respiración era de un noventa y cuatro por ciento. No era fabuloso, pero tampoco terrible.

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