lunes, 17 de febrero de 2020

Mi Bella Embustera: Capítulo 55

Suspirando, Pedro bajó del coche y entró en el restaurante. Como de costumbre, todas las cabezas se volvieron cuando sonó la campanita de la puerta. Un par de personas lo saludaron, otras giraron la cabeza. Ser el sheriff de un pueblo pequeño no siempre te otorgaba el título del «Más popular». Sobre todo, cuando tenías que detener al hermano o al marido de alguien. Aunque a Pedro eso no le importaba mucho. Pero el alcalde aún no había llegado, maldita fuera. Paula se puso colorada al verlo, pero irguió los hombros mientras se acercaba con una sonrisa nerviosa en los labios.

—Hola, Pedro.

—Hola.

—¿Vas a sentarte a una mesa o en la barra?

Él frunció el ceño. Más bien le gustaría comer un bocadillo en el coche.

—En una mesa, por favor, estoy esperando al alcalde — respondió, intentando sonreír. Y, con un poco de suerte, estaría a punto de llegar.

—¿Quieres un menú o ya sabes lo que vas a tomar?

—Prefiero esperar a Montgomery.

Pedro odiaba la distancia que había entre ellos, la tensión.

—¿Un café entonces?

—No, solo agua, gracias.

No quería que Paula lo atendiese, pero no podía hacer nada. Ella le llevó el vaso de agua un segundo después y Pedro tomó un trago mientras miraba su reloj. No llevaba allí más de tres minutos cuando se abrió la puerta del restaurante, pero no era el alcalde sino  Alicia Sheffield con su hermana Violeta. Las hermanas Sheffield habían vivido en el pueblo toda la vida e incluso se habían casado con dos hermanos, difuntos ambos en aquel momento. Alicia  se fijó en él y se acercó, su bastón repiqueteando sobre el suelo de madera.

—¡Esto es intolerable! ¡No pienso aceptarlo! ¿Me oye, sheriff?

Sí, Pedro la había oído, como el resto de los clientes. Y seguramente la gente de la calle.

—¿Cuál es el problema, señora Sheffield?

—Yo le diré cuál es el problema: quiero una disculpa. Una disculpa oficial, por escrito. Ese tonto tiene suerte de que no pida que le retiren la placa.

—¿Y a qué tonto se refiere, señora Sheffield?

—A uno de sus hombres, el tal Rivera, que me ha puesto una multa de tráfico. Es ridículo, yo conduzco perfectamente. Nunca me habían puesto una multa, jovencito.

Deberían haberle retirado el permiso de conducir tres años antes, cuando la operaron de cataratas en los dos ojos. Su hijo era amigo de Pedro y sabía que debería haber hablado con él. Aquella mujer se estaba convirtiendo en un peligro y tendría que ser firme, por difícil que fuera.

—Hablaré con Rivera, pero ninguno de mis agentes pondría una multa si no tuviese que hacerlo.

—Siempre hay una primera vez para todo —replicó Alicia—. Yo no hice nada mal… puede que rozase la línea que separa un carril de otro, pero estaba nevando y le podría pasar a cualquiera.

—Pero usted sabe que ya no ve tan bien como antes, ¿Verdad?

Algo brilló en los pálidos ojos azules de la mujer. Y Pedro lo entendía; perder la libertad de conducir podía ser un golpe terrible para una persona tan orgullosa e independiente como Alicia Sheffield.

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