viernes, 28 de febrero de 2020

Cambiaste Mi Vida: Capítulo 3

—Tendré que hacerle una radiografía antes de poder responder a eso. ¿Hasta dónde está dispuesta a llegar con el tratamiento?

Le llevó unos segundos darse cuenta de lo que estaba preguntándole. Una de las cosas difíciles de la vida de un veterinario era saber que, aunque el doctor tuviera el poder para salvar al animal, a veces el dueño no podía permitirse pagar el tratamiento.

—Estoy dispuesta a hacer lo que sea necesario —respondió Paula—. No me importa el precio. Usted haga lo que tenga que hacer.

Él asintió sin dejar de mirar al perro.

—Sin importar lo que salga en la radiografía, el tratamiento va a durar varias horas. Puede irse. Déjele su número a Josefina y le diré que la llame cuando sepa más.

—No. Esperaré aquí.

La sorpresa que vió en sus ojos azules le molestó tremendamente. ¿Pensaba que iba a abandonar a su perro allí con un desconocido durante un par de horas para irse a la peluquería?

—Usted decide.

—Puedo ayudarle aquí. Tengo cierta… experiencia y a veces ayudaba al doctor Harris. De hecho trabajé aquí cuando era adolescente.

Si su vida hubiera salido más acorde con sus planes, tal vez habría sido ella quien se hiciera cargo de la clínica del doctor Harris, aunque esperaba no ser tan amargada y desagradable como aquel nuevo veterinario.

—No será necesario —contestó el doctor Alfonso—. Josefina y yo podemos hacernos cargo. Si insiste en esperar, puede tomar asiento en la sala de espera.

Menudo imbécil. Paula habría podido insistir. Al fin y al cabo iba a pagar por el tratamiento. Si quería quedarse junto a su perro, el desconsiderado doctor Pedro Alfonso no podría hacer nada por impedirlo. Pero no quería perder tiempo y poner en peligro el tratamiento de Luca.

—De acuerdo —murmuró.

Se dio la vuelta y abrió las puertas que daban a la sala de espera. Tras enviarle un mensaje a Federico para ponerle al corriente de la situación y recordarle que tendría que recoger a su hija, Abril, de la parada del autobús del colegio, se dejó caer en uno de los incómodos bancos grises y agarró una revista de la mesita. Estaba hojeando la revista sin prestar atención a los titulares cuando se oyeron las campanitas de la puerta y un niño de unos cinco años entró corriendo, seguido de una niña algo mayor.

—¡Papá! ¡Estamos aquí!

—Shh —una mujer rechoncha y jovial que debía de tener sesenta y pocos años entró detrás de los niños—. Sabes que no debes gritar, jovencito. Puede que tu padre esté atendiendo a algún animal.

—¿Puedo ir a buscarlo? —preguntó la niña.

—Dado que Josefina tampoco está aquí, deben de estar los dos ocupados. No querrá que le molesten. Siéntense aquí y yo iré a decirle que estamos aquí.

—Podría ir yo —insistió la niña a regañadientes, pero se sentó en el banco que había frente a Paula.

De tal palo, tal astilla, pensó ella. Obviamente aquella era la familia del nuevo veterinario y su hija, al menos, parecía compartir con su padre algo más que los ojos azules.

—Siéntate —le ordenó a su hermano. El niño no le sacó la lengua a su hermana, pero estuvo a punto. Se limitó a ignorarla y se colocó justo delante de Paula.

El niño tenía pico de viuda en el pelo y los ojos azules y muy grandes. Un rasgo de los Alfonso, aparentemente.

—Hola —le dijo con una sonrisa—. Soy Franco Alfonso. Mi hermana se llama Valentina. ¿Quién eres tú?

—Yo me llamo Paula —respondió ella.

—Mi padre es médico de perros.

—No solo de perros —le corrigió su hermana—. También atiende a gatos. A veces incluso caballos y vacas.

—Lo sé —dijo Paula—. Por eso estoy aquí.

—¿Tu perro está enfermo? —preguntó Franco.

—Más o menos. Le han hecho daño en nuestro rancho. Su padre está curándole ahora.

—Es muy bueno —dijo la niña con orgullo evidente—. Apuesto a que tu perro se pondrá bien.

—Eso espero.

—A nuestro perro le atropelló un coche una vez y mi padre le curó y ahora está mucho mejor —explicó Franco—. Bueno, aunque ahora solo tiene tres patas. Se llama Tri.

—Tri significa «tres»  —le informó  Valentina con un tono arrogante—. Ya sabes, igual que un triciclo tiene tres ruedas.

—Es bueno saberlo.

Antes de que los niños pudieran decir algo más, la mujer mayor regresó a la sala de espera con una sonrisa triste.

—Parece que estamos solos para cenar, chicos. Su padre está ocupado curando a un perro herido y va a tardar un rato. Iremos a comprar algo de cena y después volveremos al hotel para hacer los deberes antes de acostarnos.

—Se hospedan en el hotel Cold Creek, ¿Verdad? —preguntó Paula.

La otra mujer asintió con cierto recelo.

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