miércoles, 14 de diciembre de 2022

Serás Mía: Capítulo 8

Cuando una semana más tarde Paula bajó del avión que la llevó de vuelta a San Francisco, no tenía la menor idea de lo que la esperaba. Aquella mañana había llamado a la oficina del señor Alfonso para comunicarles la hora de llegada de su vuelo, pero solo pudo hablar con la telefonista, quien muy fríamente se había limitado a decirle que le daría el recado a la persona adecuada. Todavía la atormentaban las dudas sobre la conveniencia de aceptar aquel trabajo, casi hasta temía ser víctima de una sádica broma y quedarse tirada en el aeropuerto. No era capaz de imaginar cómo alguien podía ser tan magnánimo como el señor Alfonso lo había sido con ella al ofrecerle aquella oportunidad, después de lo que había hecho. Llegó al final del largo pasillo de entrada a la terminal, donde buena parte de los pasajeros de su vuelo fueron recibidos por familiares o amigos, mientras que otros, con el teléfono móvil pegado a la oreja, se dirigían veloces a las paradas de taxi, de camino, sin duda, a importantes reuniones de negocios. Había tanto jaleo a su alrededor que, inquieta, se preguntó cómo iba a ser capaz de distinguir entre semejante tumulto a la persona a la que habían encargado que fuera a esperarla… Eso si es que en verdad había ido alguien a buscarla. Se apoyó en una columna, mirando nerviosa a su alrededor, preguntándose si el señor Alfonso le habría enseñado al empleado designado para ir al aeropuerto la foto que ella le había enviado antes de la boda. La sola idea de que hubiera decidido dejarla allí plantada, después de haberle hecho emprender semejante viaje, la hacía estremecer.


—¿Para qué diantre habré venido? —murmuró entre dientes. 


Con un suspiro de desaliento, dejó la bolsa que llevaba al hombro en el suelo. Por enésima vez, volvió a repasar mentalmente la situación: Para empezar, había dejado plantado al señor Alfonso, quien, casi inmediatamente, le había ofrecido la oportunidad de redecorar su mansión, proposición que ella había aceptado de la forma más irreflexiva. Durante aquella interminable semana había estado a punto más de mil veces de llamarlo para decirle que lo había pensado mejor, y que prefería rechazar su oferta, pero al final había optado por lo contrario. Lo que la había hecho decidirse había sido ver algunas fotos de la mansión de Varos, la antigua Glandingstone House, un precioso edificio que se remontaba a finales del XIX. Renunciar a aquel trabajo sería como si un atleta rechazase participar en los Juegos Olímpicos después de haber sido seleccionado. Aquella oportunidad era lo que había estado esperando toda su vida, la materialización de todas sus ambiciones. Y, por otra parte, sentía que se lo debía al señor Alfonso: Sabía que era una excelente profesional y que su trabajo en la casa sería inmejorable…, Y que esa era la única forma de reparar el daño que le había infligido al romper su promesa. Y esa consideración primaba por encima de todo lo demás, incluido su orgullo profesional. Estaba tan nerviosa que empezó a sudar. Su atuendo no contribuía a hacer que se sintiera más cómoda: Llevaba un severo traje de chaqueta y unos zapatos de tacón alto que, literalmente, la estaban torturando. Aquel era el precio que tenía que pagar si quería causar una buena impresión; aunque no creía que fuera a ver mucho al señor Alfonso, seguro que este querría estar al tanto del proyecto, y por nada del mundo estaba dispuesta a consentir que llegara a sus oídos la menor crítica sobre el trabajo o el aspecto de la encargada de las reformas. Se comportaría como la mejor de las profesionales, desde la coronilla hasta la punta de sus doloridos pies. No cometería ni el más mínimo error, y así demostraría al señor Alfonso que, a pesar de las apariencias, era una mujer digna de confianza. Con cada minuto que pasaba, cada vez más nerviosa, se esforzaba por lanzar simpáticas sonrisas a cuantos desconocidos pasaban a su lado, mientras para sus adentros rogaba para que fuera por fin el empleado del señor Alfonso. 

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