lunes, 12 de diciembre de 2022

Serás Mía: Capítulo 1

Paula entró en el despacho privado de Pedro Alfonso consumida por la pena y presa de un pánico irracional. Gracias a Dios, en la recepción no había ninguna secretaria que le impidiera el paso. No habría soportado tener que dar explicaciones. Lo que tenía que hacer, tenía que hacerlo rápido y sin histerismos. El torbellino que azotaba su mente impidió que se fijara en el espacioso despacho de techos altos. Sabía que el señor Alfonso era un hombre rico, pero, inmersa en sus propios problemas, aquello no le interesaba lo más mínimo. Conteniendo las lágrimas a duras penas, se acercó a un hombre alto y muy serio, sentado detrás de una mesa de acero y reluciente cristal. Plantó las manos en el vidrio y fijó la vista en la corbata rayada del señor Alfonso. Estaba demasiado acalorada y avergonzada como para mirarlo a los ojos. «¡Qué cobarde eres!», se dijo. «¡Míralo a los ojos! Cualquiera que vaya a dejar a su prometido el mismo día de la boda, al menos tiene que decírselo mirándolo a los ojos. ¡Vamos, por Dios!» Con un estremecimiento, levantó la vista. El corazón le palpitaba con tanta fuerza que casi podía oírlo.


—Señor Alfonso —comenzó, perpleja de que su voz demostrase una determinación que estaba lejos de sentir—, no puedo seguir adelante con la boda.


El hombre abrió mucho los ojos y la boca, como si quisiera decir algo. Pero Paula no le dió opción.


—Mi abuelo ha muerto. Anoche —le espeto—. Cuando mi madre me llamó para decírmelo, me dí cuenta de que había accedido a casarme con usted solo porque era lo que él quería. La idea del matrimonio fue suya, no mía. Yo acepté por… Por lealtad a mi familia.


El señor Alfonso abrió de nuevo la boca. Esa vez, Paula le impidió hablar con un ademán.


—Lo sé, lo sé. Mi familia es griega y muy tradicional, como la suya. Y el matrimonio de mi madre, a pesar de que fue convenido por sus padres, salió muy bien. Y también es cierto que nuestros abuelos eran extraordinarios amigos y que su mayor deseo era unir nuestras dos familias —Paula buscaba desesperadamente las palabras más apropiadas, esforzándose por demostrar una determinación irrevocable—. Pero yo soy estadounidense, señor Alfonso. Nací en Estados Unidos y… Y… Y no puedo con esto, no puedo. Compréndalo, por favor, compréndalo… Y espero que algún día pueda perdonarme.


Giró sobre sus talones y salió a toda velocidad, sin dejar de reprenderse por su cobardía. Salir corriendo de aquel modo era imperdonable, pero se encontraba al borde de la histeria y del derrumbe emocional, y no tenía fuerzas para afrontar una contestación airada, por mucho que la mereciera. Se dijo que había tomado la decisión más apropiada. Al fin y al cabo, aquel matrimonio no era más que un asunto de negocios con el que el amor no tenía nada que ver. Y para corroborarlo, ¿Dónde había encontrado a su «Prometido»? En su despacho. A las siete de la mañana del día de su boda, su novio estaba ¡En su despacho! Además, ni siquiera había salido con él. Siempre estaba viajando, ocupado en sus negocios. ¿No le habían mantenido sus asuntos financieros internacionales ocupado hasta el último minuto? Por supuesto que sí. Con toda seguridad, aquella boda no tenía ninguna importancia para él. 

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