viernes, 16 de diciembre de 2022

Serás Mía: Capítulo 11

 —Ahí está su equipaje, señorita Chaves —se limitó a anunciar.


Pocos minutos más tarde, se subieron al coche en el que había ido a buscarla, un deportivo de dos asientos en cuya exigua parte trasera a duras penas había cabido su equipaje, otra muestra de lo poco que le importaba a aquel hombre cumplir con su misión. Mientras se dirigían hacia el norte, Paula mantuvo un obstinado silencio, pero sin dejar de pensar, sin embargo, en el tipo tan extraño que la estaba conduciendo a la mansión de Alfonso. Esperaba que no estuviera muy lejos, pues no se sentía precisamente cómoda a su lado. Por otra parte, algunos detalles le hicieron disfrutar del trayecto: Sentía el sol en el rostro, suave y cálido, nada que ver con la frialdad del témpano que iba a su lado. Recostó la cabeza en el respaldo, decidida a disfrutar de la fresca brisa y el tibio sol. Al poco tiempo, cruzaron el Golden Gate, esa maravilla de acero conocida en todo el mundo. Se incorporó un poco para contemplar la espectacular vista del océano y de los acantilados que se alzaban al oeste; hacia el este descendían las laderas de verdes colinas y, aún más allá, la bahía de San Francisco, sobre cuyas aguas innumerables embarcaciones relucían como joyas. Para mayor deleite de sus sentidos, llegó hasta ella la fresca brisa del mar, que inhaló con fruición, apurando el disfrute de aquella maravillosa experiencia. Pero cuando miró de reojo a su compañero de viaje, su buen humor se evaporó como por ensalmo: Con el pelo revuelto por el viento, su aspecto solo podía calificarse de imponente. Al ver su rostro bañado por la suave luz del crepúsculo, no pudo por menos que admitir que se trataba de un hombre muy atractivo… Efecto que quedaba bastante deslucido por el desagradable rictus de su mandíbula. De su ser emanaba tal sensación de fuerza y vitalidad desbordantes, que se sentía fascinada y turbada al mismo tiempo. Evidentemente, aquel era un hombre al que no le importaba lo más mínimo lo que ella o cualquier otra persona pudieran pensar de él. Por desgracia, a pesar de todo, se sentía terriblemente atraída por aquel desconocido, y odiaba incluso reconocérselo a sí misma. ¿Por qué tenía que resultarle tan tentador? No era más que un engreído maleducado. Cuanto antes llegaran a su destino y desapareciera para siempre de su vida, mejor. Poniéndose un poco más derecha, decidió que lo mejor sería intentar entablar conversación… Mejor en cualquier caso que quedarse admirando como una tonta el brillo de su cabello o la magnífica línea de sus pómulos.


—Bonito descapotable —comentó—. ¿Es suyo?


—Es uno de los coches de Alfonso.


Paula asintió. Eso tenía sentido: no mucha gente podía permitirse un coche tan lujoso como ese.


—Entonces, ¿Usted es el chófer?


—A veces.


—¿Cuándo no está ocupado dando cursillos de inteligencia emocional, verdad? —preguntó la joven para ver si así lo sacaba de sus casillas. 


No sabía por qué quería hacerlo, tal vez fuera porque él conseguía ponerla fuera de sí con una facilidad pasmosa. Sin embargo, no lo consiguió. Su adversario continuó con la vista fija en la carretera… Aunque eso no era cierto del todo, pues apretó la mano sobre el volante con tanta fuerza que se le quedaron los nudillos blancos. ¡Victoria! Había conseguido darle una ración de su propia medicina.


—¿Y cuál es su nombre, si puede saberse? —preguntó con retintín—. ¿O acaso es usted un androide al que le ha fallado el software? 

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