miércoles, 21 de diciembre de 2022

Serás Mía: Capítulo 25

Bernardo, o como quiera que se llamara el mayordomo, la había informado de que el desayuno se servía a las siete, por lo que disponía de media hora para dar una vuelta por el jardín. Le encantaban las mañanas de verano, sentir la caricia del tibio sol sobre la piel antes de que el calor se hiciera insoportable. Un buen paseo mañanero sería la mejor medicina para sus maltrechos nervios. Paula bajó las escaleras de dos en dos y salió al exterior con una carrerilla. Sin embargo, paró en seco al darse cuenta de que no podía ver ni un palmo más allá de sus narices. El mundo a su alrededor parecía envuelto en humo. Durante un terrible segundo imaginó que la casa estaba ardiendo, pero enseguida se dio cuenta de que no olía a quemado. 


—¡Es niebla! —exclamó cuando cayó en la cuenta de la razón de aquel fenómeno—. ¡La famosa niebla de San Francisco!


Temblorosa, se arrebujó en la sudadera; el aire era húmedo y bastante frío. Cuando se dió la vuelta, apenas pudo distinguir el perfil de la mansión. Se quedó allí plantada, desconcertada y algo deprimida. No podía ponerse a hacer jogging en medio de aquella especie de caldo; no conocía el terreno lo suficiente y corría el riesgo de romperse el cuello si daba un paso en falso.


—¡Pues vaya con las mañanitas de verano! —exclamó, incómoda, y cuando se dió la vuelta para volver a la casa, se topó con el hombre que menos deseaba ver en el mundo—. ¡Ay! ¡Mi pie! —cojeando lastimosamente, entró en el recibidor y se sentó para masajear los doloridos dedos. Desde aquella posición tan poco elegante, su ex prometido tenía un aspecto impresionante… Impresionante pero bastante disgustado a la vez. ¿Qué demonios le pasaba? No era él precisamente quien estaba tirado por el suelo con los huesos del pie hechos fosfatina—. ¿Pero qué calzado lleva usted? ¿Botas de acero, acaso?


Al fijarse un poco más, notó sorprendida que, aunque en una mínima parte, estaba disgustado por haberle hecho daño.


—Lo siento mucho, señorita Chaves. No esperaba que entrara nadie con tanto ímpetu. Por favor, déjeme ayudarla —se disculpó, tendiéndole la mano.


Tras pensárselo un segundo, Paula desechó la idea y se levantó sin ayuda, más enfadada consigo misma que dolorida.


—No diga tonterías —murmuró, hosca. Echó un vistazo a su reloj: las siete menos cuarto. Aunque aún era pronto para desayunar, tal vez podrían servirle una taza de café; incluso podía preparárselo ella misma—. ¿El desayuno se sirve en esa especie de morgue a la que usted llama comedor? —preguntó con ironía, pero evitando cuidadosamente mirarlo a los ojos.


—No, en el solárium, al lado de la cocina.


—¡Solárium! ¡Caray! Así que es ahí donde ustedes guardan el sol… ya me extrañaba a mí no verlo por aquí fuera —comentó malévolamente. Sin embargo, su interlocutor no movió ni un músculo. Primero le fastidió que él no apreciara su sentido del humor… y luego se enfadó consigo misma por haber esperado semejante cosa—. Bueno, pues dígame por dónde es —le pidió gélidamente—. ¿O debo seguir el camino amarillo?


Pedro le señaló la dirección con un gesto. 


—Usted… ¿También viene? —preguntó, sorprendida.


—¿Preferiría acaso que no lo hiciera?


—Sabe perfectamente qué es lo que yo prefiero —replicó muy tiesa. «Verlo a usted en Australia, o, mejor aún, en Afganistán», pensó, aunque no dijo nada—. Entonces, ¿Va a desayunar ahora? —insistió. Estaba decidida a conseguir que le diera una respuesta directa, aunque eso le llevara todo el día.


—Me temo que sí. Desde hace años, tengo la costumbre de desayunar todos los días. Detrás de usted, señorita Chaves —dijo, indicándole el camino.


A Paula le hubiera encantado decirle que no pensaba sentarse a la misma mesa que él, pero, por desgracia, también tenía la mala costumbre de desayunar, y la verdad era que estaba hambrienta. Tenía la sospecha, cada vez más firme, de que el señor Alfonso planeaba convertir las comidas en refinadas sesiones de tortura, así que más le convendría ir haciéndose a la idea.


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