Paula inspiró con fuerza y exhaló despacio. Cecilia le puso las manos en los hombros y la empujó con suavidad hacia el respaldo. Entonces empezó a trabajar. Nunca había sido capaz de hacer gran cosa con su pelo. Era naturalmente ondulado y parecía tener libertad propia. Pero Cecilia se lanzó igualmente al trabajo. Rizó y peinó, ahuecó y onduló. Entonces sacó una banda con pequeñas piedras como diamantes y le enroscó el pelo alrededor de ella.
—¡Oh, Dios! —dijo Cecilia mientras dejaba que la cascada cayera por sus orejas en rizos sueltos.
—Sí. Muy sensual —ronroneó,
— ¡Veamos si le gusta a Pedro!
—No se fijará.
—¿Quieres apostar algo?
Menos mal que Paula no era una mujer que apostara. Media hora más tarde, Pedro se quedó parado en el umbral de la puerta desencajado y con la boca abierta.Paula lo miró con preocupación.
—¿Te encuentras mal?
Él se aclaró la garganta y sacudió la cabeza.
—B... bien.
—¿Lo estoy yo? —le preguntó preocupada de nuevo por no estar vestida de forma apropiada.
Iba a ser una noche hawaiana, según le había dicho Pedro. Él tragó saliva.
—Estás... increíble.
Paula se sonrojó.
—Es demasiado ajustado, ¿Verdad?
—¡No! —se aclaró la garganta de nuevo—. No quería decir eso. Es... espectacular. Tendré que pelearme con todos.
Paula sacudió la cabeza sonrojada.
—No seas tonto... Es sólo que no estoy acostumbrada a este tipo de ropa.
—No bromees.
—Puedo cambiarme.
—No puedes —dijo Cecilia apareciendo tras ella—. Es perfecto, ¿Verdad, Pedro?
—Muy... hum... bonito. ¿De dónde lo sacaste?
—De Diana. Humberto se lo dio después de la pasarela de París. Pensó que era perfecto para ella. Evidentemente nunca se lo ha visto puesto a Paula.
—No.
Paula no estaba segura de lo que querían decir. No sonaba a desaprobación, pero Pedro parecía todavía un poco pálido.Y también estaba muy guapo, notó.Normalmente siempre llevaba vaqueros y camisas blancas por fuera del pantalón. Esa noche iba vestido completamente de negro. Vaqueros negros. Botas negras. Y una camisa negra con el cuello abierto y las mangas enrolladas. Paula pensó que podrían confundirles con figuras de un ajedrez gigante. Eso le hizo reír.
—¿Algo divertido? —preguntó Pedro.
—No —esbozó una sonrisa y se humedeció los labios con nerviosismo—. Sólo estaba pensando.
—¿Lista?
Paula miró a Cecilia.
—¿Lo estoy?
Su amiga se rió.
—¡Oh, sí! ¡Claro que sí!
—Vamos entonces. Tomaremos un taxi.
Agarrando el pequeño y elegante bolso que le había prestado Cecilia, Paula empezó a bajar las escaleras. La puerta del apartamento de Rafael se abrió al pasar por delante.
—Hola, Pauuu—se quedó tan desencajado como Pedro poco antes—. ¡Dios santo! ¡Pura dinamita!
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