miércoles, 28 de marzo de 2018

Inevitable: Capítulo 52

Pedro intentó una vez más decirle el domingo que no hacía falta que se quedara. Enfatizó su diatriba agitando en el aire su muleta, lo que hubiera resultado más convincente si no hubiera perdido el equilibrio y casi se hubiera caído.Se  hubiera  caído  en  la  cara  de  Paula si  ella  no  hubiera  alcanzado  la  muleta  a  tiempo y lo hubiera sujetado alzándolo y recogiéndolo en sus brazos. Él  mismo  la  rodeó  con  los  suyos  para  guardar  el  equilibrio.  Y  la  sensación  de  sus  suaves  senos  contra  su  duro  torso  le  produjo  un  estremecimiento  por  todo  el  cuerpo. Paula también  pareció  temblar  por  un  momento.  Los  dos  quedaron  de  pie  apretados  y  con  el  corazón  desbocado.  Y  entonces,  con  cuidado,  él  retrocedió  para  poner espacio entre ellos. Ya  no  necesitaba  apoyo.  Tenía  de  nuevo  las  muletas  sobre  el  suelo.  Se  sentía firme  ya,  aunque  sólo  a  un  nivel  físico.  Bajó  la  cabeza,  se  miró  los  pies  e  intentó  recuperar el equilibrio mental.

—Me  quedo  —rompió  Paula el  silencio  interrumpido  sólo  por  su  respiración  jadeante.

Él alzó la cabeza y la sacudió con frustración.

—Ya me lo imaginaba.

Quizá  fue  en  ese  momento  cuando  Pedro  abandonó  la  lucha.  Un  hombre  tenía  una  fuerza  de  voluntad  limitada  y  él ya  se  había  quedado  sin  ella.  Lo  había  intentado. Había intentando semanas resistirse a ella y ya no tenía fuerzas ni quería hacerlo. Estaba harto de ser noble y de intentar aparentar que no le importaba.Si  iba  a  ser  lo  bastante  tonta  como  para  quedarse,  afanarse  con  él,  tocar,  palmearlo y rozarlo, iba a jugar con fuego.

—¿Quieres ir a sentarte un rato a la terraza? —preguntó ella un poco indecisa.

Él alzó la cabeza y la miró. Dios, era preciosa, de corazón, alma y mente, por no hablar del cuerpo.La deseaba. En ese instante y para siempre.La idea lo sacudió hasta los talones. Nunca había pensado en aquellos términos desde lo de Catalina. Seguramente no estaría... Sí, lo estaba. «Está prometida», se recordó a sí mismo. «Va a casarse con el granjero David».¡Oh, no, no iba a hacerlo!No si podía detenerla. Salieron juntos a la terraza. Era un claro día soleado, con poca humedad, uno de esos deliciosos días que se daban en contadas ocasiones al año en Nueva York. Paula dirigió  el  camino  todavía  temblorosa  por  su  tropezón  en  la  habitación.  Había   esperado   que   la   apartara   cuando   había   intentado   sujetarlo   y   la   había   sorprendido que hubiera permanecido en sus brazos tanto tiempo.Después  de  que  se  apartara,  le  había  dirigido  un  rápido  vistazo  esperando  ver  su  mueca  de  desdén.  Pero  Pedro tenía  la  cabeza  gacha,  la  respiración  jadeante  y  los  nudillos blancos apretando las muletas. Paula casi había estado a punto de tocarlo de nuevo. Sólo la cordura y el instinto de conservación habían impedido que lo hiciera.Entonces él había aceptado en un susurro:

—Sí, vamos a la terraza.

Ella  arrastró  un  par  de  hamacas  y  cuando  les  puso  unos  cojines  y  unas  toallas  de brillantes colores, Pedro se desplomó encima de una.

—¿Puedo  traerte  algo?  —preguntó  Paula—.  ¿Una  revista,  una  bebida,  algún  libro?

—¿Por qué no me traes la cámara?

Ella parpadeó asombrada y entonces asintió.

—¿Dónde está? ¿En tu maleta?

—En la bolsa negra. La pequeña.

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