Pedro intentó una vez más decirle el domingo que no hacía falta que se quedara. Enfatizó su diatriba agitando en el aire su muleta, lo que hubiera resultado más convincente si no hubiera perdido el equilibrio y casi se hubiera caído.Se hubiera caído en la cara de Paula si ella no hubiera alcanzado la muleta a tiempo y lo hubiera sujetado alzándolo y recogiéndolo en sus brazos. Él mismo la rodeó con los suyos para guardar el equilibrio. Y la sensación de sus suaves senos contra su duro torso le produjo un estremecimiento por todo el cuerpo. Paula también pareció temblar por un momento. Los dos quedaron de pie apretados y con el corazón desbocado. Y entonces, con cuidado, él retrocedió para poner espacio entre ellos. Ya no necesitaba apoyo. Tenía de nuevo las muletas sobre el suelo. Se sentía firme ya, aunque sólo a un nivel físico. Bajó la cabeza, se miró los pies e intentó recuperar el equilibrio mental.
—Me quedo —rompió Paula el silencio interrumpido sólo por su respiración jadeante.
Él alzó la cabeza y la sacudió con frustración.
—Ya me lo imaginaba.
Quizá fue en ese momento cuando Pedro abandonó la lucha. Un hombre tenía una fuerza de voluntad limitada y él ya se había quedado sin ella. Lo había intentado. Había intentando semanas resistirse a ella y ya no tenía fuerzas ni quería hacerlo. Estaba harto de ser noble y de intentar aparentar que no le importaba.Si iba a ser lo bastante tonta como para quedarse, afanarse con él, tocar, palmearlo y rozarlo, iba a jugar con fuego.
—¿Quieres ir a sentarte un rato a la terraza? —preguntó ella un poco indecisa.
Él alzó la cabeza y la miró. Dios, era preciosa, de corazón, alma y mente, por no hablar del cuerpo.La deseaba. En ese instante y para siempre.La idea lo sacudió hasta los talones. Nunca había pensado en aquellos términos desde lo de Catalina. Seguramente no estaría... Sí, lo estaba. «Está prometida», se recordó a sí mismo. «Va a casarse con el granjero David».¡Oh, no, no iba a hacerlo!No si podía detenerla. Salieron juntos a la terraza. Era un claro día soleado, con poca humedad, uno de esos deliciosos días que se daban en contadas ocasiones al año en Nueva York. Paula dirigió el camino todavía temblorosa por su tropezón en la habitación. Había esperado que la apartara cuando había intentado sujetarlo y la había sorprendido que hubiera permanecido en sus brazos tanto tiempo.Después de que se apartara, le había dirigido un rápido vistazo esperando ver su mueca de desdén. Pero Pedro tenía la cabeza gacha, la respiración jadeante y los nudillos blancos apretando las muletas. Paula casi había estado a punto de tocarlo de nuevo. Sólo la cordura y el instinto de conservación habían impedido que lo hiciera.Entonces él había aceptado en un susurro:
—Sí, vamos a la terraza.
Ella arrastró un par de hamacas y cuando les puso unos cojines y unas toallas de brillantes colores, Pedro se desplomó encima de una.
—¿Puedo traerte algo? —preguntó Paula—. ¿Una revista, una bebida, algún libro?
—¿Por qué no me traes la cámara?
Ella parpadeó asombrada y entonces asintió.
—¿Dónde está? ¿En tu maleta?
—En la bolsa negra. La pequeña.
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