Era a la gente a quien él quería fotografiar. Trabajar para Carlos Volano le había parecido una oportunidad fantástica para aprender de uno de los mejores fotógrafos del mundo de gente famosa. Después podría despegar de allí usando lo que hubiera aprendido y fotografiar lo que quisiera. Aquél había sido su plan, al menos. Pero la vida tenía una forma peculiar de trastocar los planes mejor concebidos. El trabajo del verano se había prolongado al otoño y después de eso... Bueno, las cosas habían cambiado y Pedro ya no había vuelto.No es que Sonia no valorara su éxito como uno de los mejores fotógrafos de moda, pero nunca dudaba en preguntarle qué había pasado con su sueño de fotografiar a gente de todos los extractos sociales. Y tampoco vacilaba en decirle lo estupendo que sería que encontrara a una chica encantadora, se casara con ella y volviera a Iowa a fotografiar a granjeros y reinas de belleza.O quizá, sólo por esa vez, sí había vacilado.
—No estoy interesado —dijo Pedro por si acaso.
—¿Interesado? Ah, ¿Quieres decir en Paula? —Sonia se rió con tensión—. Por supuesto que no. Y Paula tampoco está interesada en tí. Va a casarse en septiembre.
¿Casarse? ¿Paula? Pedro se quedó un poco jadeante, como si alguien le hubiera dado un puñetazo. Eso le asombró. ¿Por qué debería importarle a él?No le importaba.Era sólo que su mente había evocado la imagen de una Paula muy sonrojada, desnuda y trémula que no parecía la prometida de nadie.
—¿Y quién es el idiota que la ha dejado suelta en Nueva York?
—Si estás preguntando con quién está prometida, es con David Shelton. Es un joven muy agradable. ¿Te acuerdas de Ernesto y Lidia Shelton? ¿De la granja del norte del pueblo? David es su hijo.
Pedro recordaba vagamente el nombre.
—Había una Jimena Shelton en mi clase.
—Es la hermana mayor de David. Se casó y se fue a vivir a Dubuque, pero se separó hace tres años y volvió aquí con los niños. Hasta hace un par de meses ha estado viviendo en una casa móvil en la granja, que era donde David y Paula iban a vivir. Ésa es la razón por la que no se han casado hace tres años.
—¿Llevan prometidos tres años?
—No, creo que ocho.
—¿Ocho?
—Pero estoy hablando sin saber, así que no debería estar cotilleando. Te dejaré ya, cariño. Sólo mantenme informada. Y si quieres saber algo más acerca de Paula y de David, estoy segura de que a ella le encantará contártelo. Sólo pregúntale.
¡Que le ahorcaran si pensaba preguntarle nada!
Paula imaginaba que debería sentirse culpable. Sabía que Pedro Alfonso no quería que trabajara para él, pero ella había organizado tal revuelo para irse de casa que ya no podía volver y decirle a David que había cambiado de idea. Su prometido querría saber por qué. Y como ella era incapaz de mentir, tendría que contarle su equivocación y el ridículo en que se había puesto.Y eso no pensaba hacerlo de ninguna manera. Así que se quedaba.Horas más tarde, en la habitación del hotel donde Pedro la había empaquetado sin ceremonia, apretó la cara contra el cristal de la ventana intentando ver el Empire State.En ese momento sonó el teléfono. Sabía que sería David. Lo había llamado en cuanto había llegado a la habitación olvidándose de la diferencia horaria y de que estaría ordeñando durante al menos una hora más. Le había dejado un mensaje con el número de teléfono pidiendo que la llamara.
—¡Hola! ¿Estás ya satisfecha?
Paula casi sonrió.
—No del todo. ¿Cómo estás tú?
Estaba bien, por supuesto. Si lo acababa de dejar sólo dieciséis horas antes. Pero su novio le contó lo que había hecho ese día, cómo estaba el tiempo, las vacas y la cena que acababa de tomar en casa de sus padres.
—Mamá me invitó a cenar. Creo que quería comprobar si aparecía solo y si realmente te habías ido. No puede creer que estés haciendo esto.
La mayoría de la gente del pueblo no podía.Los doscientos cincuenta habitantes de Collierville no sentían ninguna gana de pasar un verano en Nueva York. Todos pensaban que se había vuelto loca. Y Paula había dejado de intentar explicarles nada, excepto a David. Necesitaba que él la entendiera y había pensado que lo haría. Ellos dos habían crecido juntos, habían jugado desde niños, habían ido a la misma escuela y habían empezado a salir en serio cuando los demás sólo jugueteaban. Había supuesto siempre que estaban destinados el uno para el otro. Desde luego, no había nada de David que ella no supiera. Y nada que él no supiera de ella, excepto que había bailado desnuda esa tarde.
—¿Estás contenta?
—Hasta ahora sí.
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