Paula casi escuchó rechinar los dientes de Pedro, que la tomó por el codo y la apremió a pasar por delante de Rafael sin darle tiempo más que a esbozar una sonrisa.
—Discúlpenos. Llegamos tarde.
—Pensé que habías dicho que la fiesta no empezaba hasta las nueve —dijo Paula al entrar en el taxi.
Pedro lanzó un bufido y no se dignó a responder.Ninguno de los dos habló en el camino hasta el centro. Paula no sabía qué decir para que no se arrepintiera de haberla invitado. ¿Y quién sabía lo que él estaría pensando? Miraba decidido por la ventanilla sin hablar hasta que le dijo al taxista dónde debía pararse. No sabía lo que había esperado, pero desde luego no una manzana de edificios que parecían almacenes. Pensó que Pedro se habría equivocado, pero él sólo pagó y la hizo salir.
Al bajarse del taxi, alguien abrió una de las pesadas puertas del edificio que tenían detrás. Era un hombre con vaqueros blancos y chillona camisa hawaiana.El recibidor estaba oscuro, iluminado sólo por dos bombillas desnudas. Bajo los pies, Paula sintió el crujido del asfalto. Muy práctico. Muy antiguo. Y no muy limpio.El ascensor crujió y se bamboleó al elevarse. Pudo escuchar una débil música a lo lejos antes de que el aparato se parara con un estremecimiento. Al abrirse las puertas, miró enfrente y se encontró con... Hawai.Por supuesto que ella nunca había estado en Hawai, pero había visto fotografías. Reconocería el volcán Cabeza de Diamante en cualquier parte. Y era el Cabeza de Diamante el que se veía a lo lejos tras una banda con guitarra eléctrica, percusión, guitarra clásica y ukelele tocando unas melodías que ella reconocía de cuando su abuela les ponía discos de Don Ho.No era sólo el volcán, sin embargo. Era la arena. ¡Había tomado un ascensor de carga para subir a una playa! Se quedó con la boca abierta. Pedro sonrió.
—Vamos.
Paual inspiró con fuerza y lo siguió. Un camarero, vestido sólo con unos pantalones de flores cortos, le ofreció una bebida. Tenía una sombrilla de papel de colores y un palito de madera con la figura de un pájaro tropical.
—¿Qué es? —preguntó indecisa.
—Un mai-tai —sonrió él—. Una bebida divina para una dama divina.
Paula miró con preocupación a Pedro, que enarcó las cejas como si se preguntara cómo iba a reaccionar, retándola a que se comportara como la chica de pueblo que era. ¿Y qué le importaba a ella que él no la aprobara? Al fin y al cabo no era su prometido.No, le recordó su parte más juiciosa. Pero era el hombre que la había invitado y no quería hacer nada para avergonzarlo.Contaba con que él le indicara si cometía errores, pero la expresión de su cara era impenetrable. Paula miró a su alrededor. Todo el mundo parecía estar bebiendo algo o chupando helados de unos colores increíbles.Pero dudaba que fueran tan inocentes como los que ella tomaba de pequeña con Dave al borde de la piscina. Sería mejor que se contentara con la bebida que a pesar de ser tan bonita, ya parecía suficientemente letal.Mientras la bebiera despacio, todo iría bien.
—Gracias —le dijo al camarero mientras alzaba la copa hasta los labios.
Era fría, afrutada y deliciosa. Y con la presión de la gente creciendo a cada minuto, se sintió tentada de apurarla de un trago.
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