Se inclinó para estirar las malditas mantas una vez más. Al hacerlo le rozó un brazo y una pierna. Ligeramente. Sin darse siquiera cuenta. Pero él sí lo notó.Un roce suave como el de una pluma y todo su cuerpo respondió. Descendió para ajustarle el cojín de debajo del tobillo. Inclinó la cabeza. Pedro deseaba alargar la mano y enterrar los dedos entre sus rizos, atraerla hacia sí, tirarla encima de él y meter las manos bajo su camisa. Deseaba acariciar aquellos magníficos senos bamboleantes. Deseaba olerlos, besarlos, chuparlos.Lanzó un gemido sordo.
—¡Oh, Dios! ¿Te he hecho daño?
Paula dió un salto y lo miró con gesto de preocupación. Pedro, tenso de necesidad y deseo, no pudo ni responder. Apenas podía tragar.Y su silencio la preocupó aún más.
—Lo siento mucho, Pedro.
Ya estaba trajinando de nuevo con las mantas tirando de ellas hacia abajo.
—No puedes estar cómodo así. Deberías haberte puesto el pijama hace horas. Déjame ayudarte. Intentó alcanzar los botones de su camisa.
—¡No! —gritó él.
—Pero...
Pedro agitó la mano para detenerla sintiéndose como un idiota.
—¡Simplemente no, por Dios bendito! ¿Es que no entiendes inglés?
Ella retrocedió pero no se fue.
—Bueno, no puedes dormir vestido —dijo con tono maternal.
Pedro se agitó con irritación.
—No pensaba dormir vestido.
—Entonces dime dónde tienes los pijamas y te traeré uno.
—No tengo pijamas.
—¿Qué?
—¡No uso pijamas. ¡Duermo desnudo!
—¡Oh! —Paula se sonrojó hasta la raíz del pelo y bajó la vista hacia su vientre para alzarla al instante parpadeando con rapidez—. Bueno, me llevaré la bandeja y te dejaré para que lo hagas entonces.
Salió corriendo y cerró la puerta tras ella. Pedro se reclinó contra las almohadas y lanzó un suave gemido de frustración. Sólo sabía que ahora, aparte del tobillo, le dolía otra parte del cuerpo.
No era la imagen de Pedro desnudo, aunque desde luego había sido tentadora durante semanas, sino el hecho de haber pasado muchas noches pensando en él lo que le debía haber indicado que algo iba mal en aquella fijación por él.Pero no lo había pensado porque no había podido pensar con claridad.Había creído que lo único que necesitaba era un poco de tiempo y espacio y la inquietud habría desaparecido. Había creído que, como la hermana Carmen, pondría a prueba sus tentaciones en el gran mundo y volvería a David resuelta y en paz. Se había equivocado. Había sucumbido.Pero no ante el mundo. Ante Pedro .Lo había sabido en el momento en que lo había visto bajar del avión con la cara contraída por el dolor y las facciones extenuadas. Le pareció que había perdido peso y tenía los nudillos blancos por las muletas.Era la forma en que había imaginado que se sentiría cuando volviera a casa y saliera corriendo para reunirse con David.Y entonces supo, con cegadora claridad, que aquello no ocurriría nunca.Nunca había sentido y nunca sentiría algo así por David. Lo amaba... lo había amado durante años. Pero no de la forma en que amaba a Pedro Alfonso.Ya no podía negarlo más. Había deseado correr hacia él entonces, arrojarse a sus brazos y abrazarlo, decirle que le había echado de menos, que apenas podía esperar a que volviera a casa. De hecho, había empezado a correr hacia él y entonces había visto su mirada de pánico y desesperación. Eso la había detenido en seco y la había devuelto a la realidad.Y la realidad exigía que se acercara a él más despacio, sonriente y amistosa. Distante pero resuelta. Después de todo, ella era Paula, su asistente.
—La chica de Pedro—susurró con voz ronca cuando estaba en la cama.
Así era como él la veía y lo único que deseaba de ella. Ella nunca sería la mujer de Pedro, porque por mucho que lo amara, él no la correspondía.
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