viernes, 23 de marzo de 2018

Inevitable: Capítulo 50

Se  inclinó  para  estirar  las  malditas  mantas  una  vez  más.  Al  hacerlo  le  rozó  un  brazo y una pierna. Ligeramente. Sin darse siquiera cuenta. Pero él sí lo notó.Un roce  suave  como  el  de  una  pluma  y  todo  su  cuerpo  respondió.  Descendió  para ajustarle el cojín de debajo del tobillo. Inclinó la cabeza. Pedro deseaba alargar la mano  y  enterrar  los  dedos  entre  sus  rizos,  atraerla  hacia  sí,  tirarla  encima  de  él  y  meter   las   manos   bajo   su   camisa.   Deseaba   acariciar   aquellos   magníficos   senos   bamboleantes. Deseaba olerlos, besarlos, chuparlos.Lanzó un gemido sordo.

—¡Oh, Dios! ¿Te he hecho daño?

Paula dió un salto y lo miró con gesto de preocupación. Pedro, tenso de necesidad y deseo, no pudo ni responder. Apenas podía tragar.Y su silencio la preocupó aún más.

—Lo siento mucho, Pedro.

Ya estaba trajinando de nuevo con las mantas tirando de ellas hacia abajo.

—No  puedes  estar  cómodo  así.  Deberías  haberte  puesto  el  pijama  hace  horas.  Déjame ayudarte. Intentó alcanzar los botones de su camisa.

—¡No! —gritó él.

—Pero...

Pedro agitó la mano para detenerla sintiéndose como un idiota.

—¡Simplemente no, por Dios bendito! ¿Es que no entiendes inglés?

Ella retrocedió pero no se fue.

—Bueno, no puedes dormir vestido —dijo con tono maternal.

Pedro se agitó con irritación.

—No pensaba dormir vestido.

—Entonces dime dónde tienes los pijamas y te traeré uno.

—No tengo pijamas.

—¿Qué?

—¡No uso pijamas. ¡Duermo desnudo!

—¡Oh! —Paula se sonrojó hasta la raíz del pelo y bajó la vista hacia su vientre para alzarla al instante parpadeando con rapidez—. Bueno, me llevaré la bandeja y te dejaré para que lo hagas entonces.

Salió corriendo y cerró la puerta tras ella. Pedro se  reclinó  contra  las  almohadas  y  lanzó  un  suave  gemido  de  frustración.  Sólo sabía que ahora, aparte del tobillo, le dolía otra parte del cuerpo.


No era la imagen de Pedro desnudo, aunque desde luego había sido tentadora durante  semanas,  sino  el  hecho  de  haber  pasado  muchas  noches  pensando  en  él  lo  que le debía haber indicado que algo iba mal en aquella fijación por él.Pero no lo había pensado porque no había podido pensar con claridad.Había creído que lo único que necesitaba era un poco de tiempo y espacio y la inquietud habría desaparecido. Había creído que, como la hermana Carmen, pondría a prueba sus tentaciones en el gran mundo y volvería a David resuelta y en paz. Se había equivocado. Había sucumbido.Pero no ante el mundo. Ante Pedro .Lo había sabido en el momento en que lo había visto bajar del avión con la cara contraída por el dolor y las facciones extenuadas. Le pareció que había perdido peso y tenía los nudillos blancos por las muletas.Era  la  forma  en  que  había  imaginado  que  se  sentiría  cuando  volviera  a  casa  y  saliera corriendo para reunirse con David.Y entonces supo, con cegadora claridad, que aquello no ocurriría nunca.Nunca había sentido y nunca sentiría algo así por David. Lo amaba... lo había amado durante años. Pero no de la forma en que amaba a Pedro Alfonso.Ya  no  podía  negarlo  más.  Había  deseado  correr  hacia  él  entonces,  arrojarse  a  sus  brazos  y  abrazarlo,  decirle  que  le  había  echado  de  menos,  que  apenas  podía  esperar a que volviera a casa. De hecho, había empezado a correr hacia él y entonces había visto su mirada de pánico y desesperación. Eso la había detenido en seco y la había devuelto a la realidad.Y  la  realidad  exigía  que  se  acercara  a  él  más  despacio,  sonriente  y  amistosa.  Distante pero resuelta. Después de todo, ella era Paula, su asistente.

—La chica de Pedro—susurró con voz ronca cuando estaba en la cama.

Así era como él la veía y lo único que deseaba de ella. Ella  nunca  sería  la  mujer  de  Pedro,  porque  por  mucho  que  lo  amara,  él  no  la  correspondía.

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