Se echó en la cama y agarró uno de los almohadones de plumas de Pedro entre sus brazos. Lo apretó contra su pecho y enterró la cara contra su suavidad para aspirar como si ya fuera mañana, como si fuera David al que tenía en brazos. Pero no era David. Todavía no.Esa noche todavía estaba en Nueva York y sabía que recordaría aquel momento para siempre. Aquella habitación. Aquella cama. Aquella almohada. Supo que lo atesoraría en su memoria para el resto de su vida. El olor de la ciudad. El olor del suave algodón. El indefinible aroma de Pedro.El timbre del teléfono la sobresaltó. Paula dió un respingo y por un momento no supo dónde estaba. Se había quedado dormida en la cama de Pedro. Con torpeza se incorporó y miró el reloj. Era tarde. Más de las once.
—¿Hola? —saludó al descolgar.
—¿Te he despertado?
—¡Pedro! —no pudo contener el tono de placer de su voz. ¡Había llamado para despedirse!—. ¿Cómo estás? ¿Te lo has pasado bien? ¿Qué has hecho?
—Romperme la pierna.
—¿Qué? —pensó que no había oído bien—. ¿Cuándo? ¿Cómo ha sido? ¿Estás bien?
—Sobreviviré. Sólo necesito que me hagas un favor.
—Lo que quieras.
Saltó de la cama, arrellanó la almohada y estiró la colcha como si él pudiera ver dónde estaba.
—Llama al teléfono que voy a darte para que me envíen un coche al aeropuerto. Llegaré a las dos de la tarde. Tomaría un taxi, pero será más fácil de esta manera.
Le dictó un número que Paula anotó con rapidez.
—Llamaré ahora mismo, pero...
—Gracias.
Y colgó antes de dejarle decir una palabra más. Paula se quedó mirando al aparato aturdida. ¡Y ella que había esperado que llamara para despedirse! Bueno, pues no iba a ser una despedida. Todavía no si él estaba lesionado. Sintió que aquella débil melancolía que la había atenazado todo el día se evaporaba ligeramente. Descolgó el teléfono y llamó a su casa.
—No llegaré mañana —dijo sin preámbulos.
David no se puso nada contento. Su madre menos. Había que elegir las flores y el menú y la esperaban doscientas invitaciones para mandar.
—Ya lo haré más adelante.
Y cuando colgó, se sintió infinitamente más liviana. El pobre Pedro se había roto la pierna.
—¿Qué diablos estás tú haciendo aquí?
Pedro miró a Paula alucinado.Había tenido un vuelo espantoso. El tobillo, escayolado para dos semanas más, estaba todavía dolorido e inflamado después de siete días de la operación y tres días después de que le dieran el alta en el hospital.Podría haber vuelto a Nueva York entonces, pero había aguantado y había pagado un servicio de habitaciones en espera de que Paula hubiera partido ya.Y ahora, que lo ahorcaran si no lo estaba esperando a la salida del avión.Ella pareció un poco perturbada al verlo antes de lanzarse hacia adelante con una sonrisa de ánimo en la cara.
—¡Oh, Pedro!
Pero él no se sentía animado. Se mantuvo rígido. Si arrojaba sus brazos alrededor de él no sabía lo que haría. Un hombre tenía una capacidad de aguante limitada y Pedro casi había gastado la mayor parte de la suya. Se sentía abatido y deprimido y no quería comportarse como un adulto. ¡Y, desde luego, no quería a Paula allí!
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