lunes, 21 de marzo de 2016

La Impostora: Capítulo 51

Si Pau tenía alguna duda sobre los sentimientos de Pedro, los días siguientes la habrían despejado porque apenas lo vió. Fiel a su palabra, dormía en la habitación pequeña y se iba a la oficina antes de que ella se levantara. Era difícil de aceptar, porque se había acostumbrado a dormir con él y para ella era casi imposible dormir sin tenerlo al lado.

Perdió el apetito pero se obligó a sí misma a comer por el niño. Para añadir más angustia, los mareos y las náuseas que apenas había sufrido hasta ese momento, empezaron a hacerse sentir. Como tantas mujeres, descubrió que las náuseas no aparecían sólo por las mañanas.

Eran unos momentos terribles, pero estaba determinada a soportarlo todo. No había sabido lo que era sentirse sola hasta que Pedro decidió apartarla completamente de su vida. Llegaba tarde a casa por la noche, ya cenado, y se encerraba en su estudio hasta que se iba a dormir. Si se cruzaban en la casa, él se portaba de forma educada pero distante y ella lo soportaba porque sabía que tenía derecho a estar herido y furioso.

Sólo una vez intentó ella romper el muro que los separaba. El domingo siempre había sido el día en que Pedro se relajaba. Por regla general, nunca se llevaba trabajo a casa y normalmente lo pasaban haciendo algo especial.

Ella no esperaba que siguiera siendo así, pero tampoco había esperado que se encerrara en su estudio todo el día. Sabía por qué lo estaba haciendo y la ponía furiosa. Podía soportar que quisiera castigarla, pero no a costa de ponerse él mismo enfermo. Fue esa preocupación lo que hizo que se dirigiera a su estudio esa noche. Cuando él levantó la mirada Pau pudo ver sus ojeras y su corazón se llenó de angustia.

—Estás trabajando demasiado, Pedro. Hay un documental en la televisión de los que te gustan. ¿Por qué no vienes a verlo conmigo? —sugirió esperanzada.

Si él se ablandara un poquito, quizá podrían hablar.

—Tengo muchas cosas que hacer —rehusó él, volviendo a poner atención en los papeles.

Con lágrimas en los ojos, dijo:

— ¿Ni siquiera vas a sentarte conmigo un ratito? Te echo de menos —confesó temblorosa.

—No recuerdo ninguna parte de nuestro contrato matrimonial en la que diga que debo entretenerte —Pedro contestó sin mirarla, por lo que Pau no pudo ver su gesto de dolor.

—Por lo menos deja de trabajar. Estoy preocupada por tí.

—No tienes por qué. Te absuelvo de cualquier responsabilidad sobre mi salud.

— ¡Maldita sea, no me digas que no tengo derecho a preocuparme!

—Creía que no te importaría.

— ¿Ah, sí? ¡Pues crees demasiadas cosas! —después de un segundo, intentando controlarse preguntó—. ¿Cuánto tiempo va a durar esto?

La expresión de Pedro era helada.

—Te dije cómo sería, Pau, y lo aceptaste cuando decidiste quedarte. Si mi dinero no es suficiente compañía es problema tuyo, no mío. Ahora, si no te importa, me gustaría seguir trabajando.

Con furia impotente, ella se dió la vuelta y cerró la puerta de un portazo. Después de eso, no volvió a intentarlo. Descubrió que aún tenía algo de orgullo.

Marga se dió cuenta de que cenaba sola y de que alguien estaba usando la habitación pequeña, pero no dijo nada hasta el jueves siguiente cuando Pau, al volver del despacho, fue a la cocina para hacerse un té. Se acababa de sentar cuando Marga dijo:

—No tiene muy buen aspecto, querida —dijo Marga poniendo la humeante taza de té sobre la mesa.

—Las alegrías del embarazo —bromeó Pau, aunque sabía que su palidez y pérdida de peso se debían más al estado de su matrimonio que a otra cosa.

A juzgar por la expresión de Marga, ella también lo sabía.

—Pedro ha llamado para decir que cenaría fuera —dijo la mujer con expresión seria—.  Alguien debería darles una buena azotaina a los dos. Todo esto no es bueno para el niño.

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