viernes, 18 de marzo de 2016

La Impostora: Capítulo 41

—No puedo dejar de pensar que estás cometiendo un terrible error —suspiró su amiga.

Pau tomó el bolso a juego con los zapatos y comprobó que tenía los papeles dentro. Ya habían recogido sus maletas y habían sido llevadas al aeropuerto. Lo que quedaba en el apartamento sería empaquetado y los muebles serían enviados a un guardamuebles. En poco más de una hora sería la señora de Pedro Alfonso.

Se volvió hacia su amiga, que había accedido a ser testigo de la boda y en silencio suplicó su comprensión.

—Quizá sea así, pero tengo que hacerlo. Nunca he estado tan segura de algo en mi vida. ¿No puedes alegrarte por mí Zaira?

— ¡Claro que sí! —exclamó Zaira derrotada, abrazando a Pau—. Claro que me alegro por tí.  Lo que pasa es que te voy a echar de menos.

Sonó un golpe en la puerta de la habitación.

—Eh, ¿van a salir de la habitación de una vez? Me estoy aburriendo —gritó Santiago.

Las dos se apartaron riendo. Abriendo la puerta, Pau dio una vuelta.

— ¿Qué te parece, Santi? ¿Estoy guapa?

Vestido con pantalones y camisa nuevos, el hijo de Zaira estaba guapísimo pero incómodo.

— ¡Guau! —exclamó impresionado.

—Esperemos que Pedro piense lo mismo —pronunció su madre burlona empujando al niño hacia la puerta.

Pau echó un último vistazo al departamento que había llamado su hogar durante los últimos años. Había puesto mucho trabajo y mucho amor en él, pero realmente no lo echaría de menos. Todo lo que para ella significaba algo ahora estaba ligado a Pedro Alfonso.


Horacio Alfonso había contratado una limusina para llevarlos a la iglesia, pero llegaron demasiado pronto y Pau, supersticiosa, hizo que el conductor diera otra vuelta a la manzana antes de parar. Después entraron en el bello edificio. Vió a Pedro esperándola en el altar. Su corazón dió un vuelco como ocurría cada vez que lo veía. El último trazo de ansiedad se desvaneció en ese momento. Amaba a ese hombre. Nunca haría nada que le hiciera daño. Sería la mejor esposa del mundo porque sabía que podía hacerlo feliz.

Media hora más tarde, estaban de nuevo en la calle y ya no era Paula Chaves si no la señora de Pedro Alfonso. Para probarlo llevaba una alianza en el dedo igual que la que llevaba Pedro.

En los escalones de la iglesia, Pedro se paró para mirarla.

— ¿Felíz, cariño? —preguntó.

Ella le sonrió con la confianza de su amor.

—Muy felíz.

Nunca miraría hacia atrás. Lo único que existía ahora era el futuro.

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