miércoles, 23 de marzo de 2016

La Impostora: Capítulo 56

—Estoy a punto de pasar de sentirme sola a sentirme muy enfadada.

—Eso digo yo. Si no llega pronto, aquí va a haber un asesinato.

—Siento que Pedro no esté aquí, Fede—se disculpó Pau cuando empezaron a girar en la pequeña pista de baile.

—No te preocupes —se encogió él de hombros—. Me vengaré. Espera y verás.

Ella sonrió como él esperaba y se dejó llevar por la música. Después de un par de bailes, Pau insistió en que volviera a bailar con Isabel, pero él se la llevó del brazo y los tres charlaron animadamente.

Pau no sabía cuánto tiempo había pasado cuando sintió que sus sentidos se encendían de una forma muy familiar. Pedro había llegado. Siempre sabía cuando había entrado en una habitación. Era como si tuviera una antena que recogía la energía de Pedro y que hacía que se le pusiera la piel de gallina. Empezó a buscar entre las parejas que estaban bailando y unos segundos después se encontró de frente con sus ojos miel.

Su mirada era tan intensa que se sintió hipnotizada y no pudo apartarla. Sintió el corazón en la garganta como si fuera algo al rojo vivo. Había algo en el aire y era el conocimiento instintivo de que la otra persona era su alma gemela, el ser que la completaba. Pau experimentó un sentimiento de euforia, porque sentía que era recíproco. Pedro no podía mirarla de esa forma, a menos que él también lo estuviera sintiendo.

Unos segundos más tarde, había desaparecido y se había perdido entre la gente, pero ella sabía lo que había visto. La esperanza volvió a renacer como una llama débil pero estable en su corazón. Quizá pudiera recuperar lo que había perdido.

—Ha llegado Pedro —le dijo a Fede. Éste dejó de hablar inmediatamente.

— ¿Dónde está? —preguntó mirando alrededor.

Pau ya había empezado a hacerse paso entre la multitud, así que Fede tomó a Isabel del brazo y la siguió.

Entrando en el menos abarrotado comedor, que había sido vaciado para colocar el bar y las mesas, Pau encontró a Pedro hablando con sus padres. Ya había subido a la habitación porque llevaba puesto el esmoquin que ella había guardado en su maleta.

Cuando se acercaba vio cómo levantaba la cabeza y que, como ella, sentía su presencia. Lentamente se volvió.

—Pedro.

Su nombre era un susurro en sus labios y se dirigió hacia él como solía hacerlo, poniéndole las manos sobre el pecho y levantando la cara para besarlo. Sólo entonces se percató del brillo frío de sus ojos y supo que él iba a intentar luchar contra lo que sentía. No era un placer para él saber que estaban hechos el uno para el otro. Él se dio cuenta de que ella había entendido y sonrió.

—Pau.

Su nombre también fue un susurro, pero un eco vacío y ella palideció cuando él se inclinó para besarla.

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