lunes, 28 de marzo de 2016

La Impostora: Capítulo 69

—Nosotros iremos por el oeste, ustedes por el este. Si encuentran  algo, haganlo saber y volveremos. Nosotros haremos lo mismo —dijo Pedro y se dirigió hacia un camino a la izquierda.

Diciendo adiós a los otros con la mano, Pau lo siguió y los dos grupos se perdieron de vista.

Si no hubiera sido por el tenso silencio y por la urgencia de su misión, Pau hubiera disfrutado del paseo. Hacía un día maravilloso y la luz del sol entraba a través de los árboles, creando áreas de luz y sombra.

—Supongo que te crees muy lista, ¿no? —dijo Pedro después de unos minutos.

Seguía con las mandíbulas apretadas y el ceño fruncido. Pau sentía deseos de tocar su frente y alisar las arrugas, pero sabía que no debía hacerlo.

—En absoluto. Sólo quería ayudar y no había ninguna razón para que dijeras que no.

Pedro se paró en seco con las manos en las caderas y los ojos brillantes de furia.

— ¿Ah, no?

—Que no desees mi compañía no es una buena excusa en estas circunstancias —dijo con la barbilla levantada, con expresión retadora.

Una extraña expresión apareció en el rostro de Pedro y desapareció antes de que ella pudiera analizarla.

—Estoy de acuerdo. Para salvar la vida de alguien, me aliaría hasta con mi peor enemigo —dijo Pedro.

— ¿Entonces por qué...?

Pedro miró al cielo y suspiró.

—Porque sé que te pones enferma por las mañanas y no sólo por las mañanas y además tienes problemas para dormir. Este podría ser un día duro incluso para una persona que no estuviera en tu estado. Si eso te ofende, lo siento, pero es lo que creo.

Pau se mordió los labios, dándose cuenta de que lo había juzgado mal. Por orgullo, se había colocado en una posición en la que más que una ayuda podía ser un estorbo.

—Volveré a la casa —suspiró ella.

No estaban demasiado lejos, así que ella podría volver sola perfectamente.

—No. Ya que estás aquí, quédate —dijo él decidido.

—Muy bien —murmuró.

Ahora que habían llegado a un acuerdo, podían seguir caminando. Buscaban con los ojos una pista, aún dudando de que el niño pudiera haber llegado tan lejos.

—Tú también debes de estar cansado —observó Pau—. ¿Dónde has pasado la noche?

Por unos segundos creyó que no iba a responder, pero al final él se encogió de hombros.

—En el cenador.

—Esas sillas de mimbre no deben de ser muy cómodas.

—No lo son. Tengo cardenales por todas partes. Tendrías que verme la espalda —añadió, sonriendo a su pesar, y haciéndola reír.

De repente, sus miradas se cruzaron, pero esa vez en los ojos de Pedro no había nada ni remotamente parecido a la ira.

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