miércoles, 16 de marzo de 2016

La Impostora: Capítulo 37

Le encantaba que se riera con los ojos además de con la boca. Le encantaba el sonido de su voz y la manera en que la dejaba temblando. Embelesada, lo observó a la luz de las velas mientras hablaba. Lo quería tanto que dolía. Su corazón se sentía tan lleno de emoción que la sorprendía que no estallara.

Pau no se dió cuenta del momento en el que él dejó de hablar y simplemente se quedó mirándolo, con una leve sonrisa en los labios.

— ¿Has oído algo de lo que estaba diciendo? —preguntó Pedro.

Pau volvió a la realidad con un parpadeo.

— ¿Qué?

—Te he preguntado si has oído algo de lo que estaba diciendo.

—Cada palabra —contestó Pau.

Pedro  levantó las cejas incrédulo.

— ¿Qué estaba diciendo?

—No tengo ni idea —confesó riendo abiertamente.

—Eso era lo que pensaba —dijo sardónico—. ¿Te ha gustado el pescado?

— ¿El pescado, qué...? —respondió confusa. Mirando el plato vacío delante de ella se dio cuenta a qué se refería. —Ah, el pescado, sí, estaba delicioso.

—Era carne —dijo él divertido—. Podría haberte invitado a una hamburguesa y te hubiera dado igual ¿no?

A Pau no le importaba que se riera de ella. Esa noche sólo tenía ojos para él.

Nada más en el mundo importaba en absoluto y ese pensamiento le causó una cierta ansiedad. Clavó sus ojos en los de él.

—Pedro, prométeme que nunca olvidarás que te quiero con toda mi alma —dijo Pau con tono de urgencia.

— ¿Estás planeando marcharte a algún sitio? —preguntó burlón.

— ¿Por qué dices eso?

—Porque ha sonado como si me fueras a dejar —dijo Pedro tranquilamente.

No había querido dar esa impresión y tomó su mano a través de la mesa.

— ¡Nunca! Nunca podría dejarte. Sólo podrás librarte de mí si me echas de tu lado.

Sus dedos se entrelazaron.

—Eso sería como echar a un lado la mejor parte de mí y no va a ocurrir nunca. Sé que me quieres, Pau. Nada me hará olvidar eso.

—Promételo.

—Te lo prometo—dijo solemnemente. Ella dejó escapar un suspiro.

—Debes de pensar que soy una idiota.

—Creo que eres la mujer más maravillosa que he conocido en mi vida y cuando coloque el anillo en tu dedo mañana seré el hombre más feliz del mundo —dijo Pedro con tal emoción en su voz que el corazón de Pau se llenó de felicidad.

—Y yo la mujer más felíz —confirmó ella con el corazón en los ojos.

Los dedos de él apretaron aún más su mano mientras se aclaraba la garganta.

—Baila conmigo —dijo levantándose.


Se dirigieron al centro de la habitación y Pau se apretó entre sus brazos con placer. Se movían lentamente, ella con la cabeza apoyada en su hombro y él con la barbilla rozando su pelo. Ahí era donde quería estar. Ése era su hogar. Nunca antes se había sentido mejor.


Cerró los ojos cuando la mano de él empezó a acariciar su espalda, enviando deliciosos escalofríos por su piel.


Mientras seguían bailando, sintió un fuerte muslo entre los suyos despertando una sensación de deliciosa tortura dentro de ella. Como si se diera cuenta, Pedro la apretó más fuertemente contra él, tan cerca que pudo sentir la respuesta masculina a su propia excitación. Sus párpados parecían pesar terriblemente cuando intentó abrirlos. Sus ojos oscurecidos por la pasión encontraron los ardientes ojos miel. Sosteniendo su mirada, él se llevó su mano a los labios y, colocando uno de sus dedos en su boca, lo envolvió con la lengua.


El corazón de Pau dió un vuelco y sus ojos se entrecerraron hasta que lo estuvo mirando a través de las pestañas. Podía oír los latidos de su corazón y su aliento cerca de su garganta. Su piel estaba vibrando de deseo y sus pechos, con los pezones endurecidos, dolían encerrados dentro de la tela del vestido. Quería que la tocara. Quería sentir sus manos y sus labios en una carne que deseaba ardientemente sus caricias.

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