domingo, 13 de marzo de 2016

La Impostora: Capítulo 26

Pau soltó su lápiz sobre el cuaderno de notas y se enderezó. Al hacerlo miró el reloj de la pared y se quedó sorprendida. Incrédula, comprobó su reloj de pulsera para confirmar que eran casi las siete de la tarde.

El trabajo en el Juzgado había terminado pronto, pero había tenido que estudiar otro caso y se había encerrado en la biblioteca después de comer. Había entrado decidida a quedarse largo rato, pero, como siempre, cuanto más leía más tenía que comprobar y, antes de que se diera cuenta, el tiempo había volado.

Esa rápida comprobación a su reloj le dijo que llegaba una hora y media tarde a su cita con Pedro y aún tenía que cruzar toda la ciudad. Llegaría al hospital tardísimo y no sabía de qué humor lo iba a encontrar.

Habían pasado diez días desde el accidente. Diez días en los que había pasado la mayor parte de su tiempo libre con Pedro y no le había contado nada sobre Micaela.

Cada día iba al hospital decidida a contárselo. Estaba recuperándose bien y ya podría soportar la noticia. Pero cada día lo dejaba para el día siguiente. Ya no tenía ninguna excusa. Sólo que estaba loca por él, enamorándose más y más cada día, tanto que no encontraba valor para contárselo y perderlo.

Sabía que era una cobardía, pero no lo podía evitar. Él era todo lo que ella deseaba en la vida. Soñaba con él, sueños eróticos que, al despertar, la dejaban dolorida y llena de deseo. Pensaba en él todo el tiempo. Ni siquiera su trabajo le hacía olvidarlo del todo. Se encontraba pensando en él en los momentos más inoportunos, perdiéndose en fantasías y perdiendo el hilo de lo que se estaba diciendo. Por fortuna no en el trabajo, pero en todos los demás momentos. Era un caso perdido.

Con un suspiro, Pau cerró el libro, recogió sus cosas y se dirigió al estacionamiento. Al menos no había demasiado tráfico y no tardó mucho en llegar. Por una vez, el ascensor parecía estar esperándola. Entró rápidamente y pulsó el botón de la planta en la que estaba Pedro. Se paró en el umbral de la habitación y, como siempre, cuando vio su imagen se quedó sin aliento. Vestido con un pijama de seda y un batín, tenía un aspecto tentador y sus sentidos se despertaron inmediatamente. Era maravilloso verlo. Hacía que todo lo demás careciera de importancia.

Como si sintiera su presencia, Pedro levantó la mirada.

— ¿Dónde demonios te has metido? —preguntó desde su silla al lado de la ventana. Había periódicos y revistas por el suelo, como si fueran los juguetes abandonados de un niño.

Ese día iba a comprobar cómo eran sus enfados, pensó ella, tirando el bolso y el abrigo sobre la cama y mirándolo con los brazos cruzados. Tenía el mismo aspecto que un niño gruñón que hubiera estado esperando todo el día el comic prometido. Pues ella estaba hambrienta y cansada y no pensaba aguantar su malhumor.

—Yo también estoy encantada de verte —respondió Pau dulcemente.

— ¿Qué clase de respuesta es esa? —dijo enfurruñado.

Pau lo miró con advertencia, que él por supuesto ignoró.

— ¡La que recibe cualquiera que salude como lo has hecho tú!

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