viernes, 18 de marzo de 2016

La Impostora: Capítulo 42

Paula miraba a su marido con deleite mientras se movía por el dormitorio.

Pedro nunca dejaba de excitarla, vestido o sin vestir. Con su traje oscuro, Pedro tenía un aspecto fuerte y poderoso y estaba completamente recuperado del traumático accidente sucedido meses antes.

Necesitaba un corte de pelo, pensó Pau. Su pelo castaño era un poquito demasiado largo. Aunque a ella le gustaba que cayera un poco sobre el cuello de la camisa, no iba bien con la imagen profesional que a él le gustaba dar de hombre incisivo e indomable. Lo que Pau no le había dicho nunca era que su boca desprendía una sensualidad que chocaba directamente con esa imagen. Ella conocía muy bien el fuego que llevaba dentro y estaba siempre dispuesta a atizarlo.

Cuando estuvo vestido del todo, Pedro volvió a su lado y se sentó al borde de la cama. Con una sonrisa de complicidad le robó el aliento, mientras acariciaba sus mejillas y sus labios.

—Si no tuviera que ir al despacho, me volvería a meter ahí dentro contigo —dijo Pedro.

— ¿Puedo tentarte?

—Eres una amenaza. Sabes muy bien que voy a estar pensando en tí en lugar de preparar mi caso.

—Ya.

—Me voy —dijo él firmemente pero se detuvo lo suficiente para besarla dulcemente en los labios.

Ya en la puerta, lanzó una mirada hacia la cama.

— ¡Venga, arriba! Cada día te levantas más tarde. No te olvides que tienes que llevar un negocio —advirtió antes de irse.

Unos minutos más tarde, Pau oyó cerrarse la puerta de la calle y una sonrisa satisfecha se dibujó en sus labios. La felicidad era como una burbuja que se hinchaba en su interior. Ahora que Pedro se había ido a la oficina, tenía todo el día para llevar adelante sus planes. No pensaba ir al pequeño despacho de abogados que había abierto en cuanto llegaron a Boston porque tenía cosas más importantes que hacer.

Su socia, una mujer con los hijos ya mayores, había estado de acuerdo en quedarse sola ese día.

Se dió la vuelta en la cama y enterró su cara en la almohada de Pedro, respirando su intoxicante aroma. Hacía poco menos de una hora habían hecho el amor lenta y apasionadamente. Su sonrisa se amplió recordándolo. Le había dicho que era su regalo de aniversario porque ese día hacía ocho meses que estaban casados. Ocho meses maravillosos y absolutamente felices.

Ella había sabido que podía hacerlo feliz y había comprobado que tenía razón.

Nunca sentiría las cosas que había hecho por él porque ambos se amaban apasionadamente y, esa noche, cuando le diera el auténtico regalo, su felicidad sería completa.

Demasiado excitada como para seguir inactiva, Pau saltó de la cama y se deslizó hasta el baño. Tenía una cita a las diez y no quería llegar tarde, así que se dio una ducha rápida. Diez minutos más tarde, envuelta en una toalla, Pau volvió al dormitorio para vestirse. Soltando la toalla, hizo una pausa cuando vio su imagen en el espejo.

No fue su figura lo que llamó su atención, sino el leve abultamiento de su abdomen y lo tocó con la mano como si pudiera sentir la vida dentro de ella. Una vida aún no confirmada pero que Pau sabía que estaba allí. Sonrió tiernamente. Aquél era su regalo para Pedro. Un niño. A él le encantaría esa prueba visible de su amor.

Saliendo de su ensueño, Pau echó un vistazo al reloj y lanzó una exclamación.

La encantadora casita en el campo en la que vivían era perfecta para formar una familia pero estaba a varios kilómetros de Boston y conducir hasta allí cada día podía convertirse en una pesadilla. Si no se daba prisa, llegaría tarde. Se puso ropa interior de encaje, tomó lo primero que encontró en el armario y se vistió deprisa.

Varias horas más tarde, con el embarazo confirmado y las manos llenas de bolsas, Pau volvió a casa. Le había dado la tarde libre a Marga, su ama de llaves y esa noche cocinaría ella misma. No era mala cocinera ni una mala ama de casa pero, con su tendencia a perderse en el trabajo, sin Marga se habrían muerto de hambre y habrían terminado bajo una montaña de polvo.

Dejando las bolsas de alimentos sobre la encimera de la cocina, se quitó el abrigo y el bolso y se preparó un té con tostadas. Sentada en un taburete, tomando el té, suspiró satisfecha. Todo era perfecto. Su vida era maravillosa y probaba que de algo malo podía salir algo bueno. Había sido aceptada por el reducido círculo de amigos de Pedro y, lo más importante, su familia prácticamente la había adoptado y la trataban como si fuera uno de los suyos. ¡Podía imaginarse la cara de Ana Alfonso cuando Pedro le diera la noticia!

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