lunes, 1 de abril de 2019

Cenicienta: Capítulo 51

Dando media vuelta, Paula se dirigió hacia la barra. Un camarero muy apuesto, vestido con una chaqueta blanca, se volvió hacia ella.

–¿Sì, signorina…? –le dijo, mientras secaba vasos con un paño blanco.

Paula miró hacia la pared, llena de botellas de licores Era el momento perfecto para sacar coraje de la botella. Pero estaba embarazada…

–¿Signorina? –dijo el joven camarero–. ¿Prende qualcosa?

Ella se frotó los ojos.

–Acqua frizzante, per favore.

Una mano enorme la agarró del hombro. Conteniendo el aliento, se dió la vuelta, pero no era Pedro. Era un hombre moreno con ojos azules, un conocido de su marido que le habían presentado en una fiesta unas cuantas noches antes. Aquel magnate ruso era dueño de muchas minas de oro por el Yukon. ¿Cómo se llamaba?

–Príncipe Franco… Hola.

El hombre la miró con interés.

–¿Qué está haciendo aquí, pequeña? –le preguntó el hombre–. ¿Dónde está su marido? –miró a su alrededor–. No parece que se encuentre bien.

–Estoy bien. Gracias. Muy bien, de hecho –aguantando las lágrimas, se volvió hacia el camarero, que en ese momento le daba el vaso de agua–. ¡Oh, no! ¡Me he olvidado el bolso! –exclamó.

–Por favor, permítame –le dijo el príncipe, sacando su billetera. Cuando el camarero le dijo cuánto era, parpadeó, sorprendido–. ¿Tan poco?

–Solo es agua –le dijo Paula–. Estoy embarazada.

–Ah –dijo el príncipe–. Enhorabuena.

–Gracias. No lo sabe mucha gente todavía –Paula volvió a mirar hacia la mesa de su marido–. Créame… Si pudiera beber algo más fuerte ahora mismo, lo haría.

Franco siguió su mirada y enseguida lo entendió todo.

–Ah, pero no tiene nada que temer, principessa… –le dijo, en un tono reconfortante–. Su marido está muy enamorado. He visto cómo la mira.

–Querrá decir cómo no me mira… –repuso Paula, sujetando el frío vaso contra su mejilla.

–Si es así, es un tonto –el príncipe puso un dedo sobre su abultado collar de cristal–. Esto es precioso. ¿Dónde lo ha comprado?

Sorprendida ante el contacto, Paula se sobresaltó.

–Lo hice yo.

–¡Lo ha hecho usted!

Ella sacudió la cabeza.

–Pedro no quiere que me lo ponga en Roma. Dice que a lo mejor sus amigos se ríen de mí, pero eso a mí me da igual. Se van a reír de todas formas –dijo en voz baja y se puso erguida–. Tengo que llevar por lo menos una cosa que sea realmente mía.

–Es precioso –dijo el príncipe, deslizando un dedo por la parte inferior del collar–. Es arte.

El tacto de su mano la hacía sentirse incómoda. Aunque fuera un gesto inocente, aquella situación se podía malinterpretar fácilmente. A lo mejor en ese mismo momento Pedro los observaba, carcomido por los celos. Miró hacia la mesa, pero él seguía muy ocupado riéndoles las bromas a Marcela y a Leticia… Franco siguió su mirada.

–Vamos, principessa –le dijo tranquilamente–. La llevaré de vuelta junto a él.

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