lunes, 22 de abril de 2019

Paso a Paso: Capítulo 22

—Papá, vendré mañana otra vez a verte, ¿De acuerdo?

Miguel Chaves estaba sentado como una estatua en el sillón de orejas con la mirada perdida por la ventana. Paula sabía que no estaba viendo el maravilloso paisaje arbolado que rodeaba la institución, igual que no la había visto a ella cuando había entrado en la habitación. Sin embargo ella no cejaba en su empeño y seguía fingiendo que la enfermedad no le había arrebatado la mente y la dignidad, convenciéndose de que entendía todo lo que ella le decía. Parpadeó vigorosamente para contener las lágrimas que le nublaban la visión y le dio otro abrazo.

—Cuando regrese mañana, te traeré otro de tus dulces favoritos —casi se atragantó con el nudo que tenía en la garganta—. Ya… ya veo… que casi no te… quedan.

De nuevo no hubo respuesta. Se limitó a mirarla con ojos vacíos. Tras mirarlo durante otro largo momento, Paula alzó los hombros y se dirigió a la puerta. Una vez allí se detuvo y miró a su alrededor, estudiando la habitación con ojos llenos de lágrimas, como si quisiera asegurarse una vez más de que su amado padre tenía lo mejor que podía conseguirse con dinero. La espaciosa y alegre habitación tenía todas las comodidades de su casa, de aquello se había encargado ella. Imágenes que tenían un significado especial para él adornaban las paredes y cubrían la parte superior de la cómoda. En el suelo, una alfombra de punto daba una nota de alegría. Las plantas del alféizar, contribuían también. Si hubiera podido, sin embargo, seguiría con ella en casa. Pero era algo que estaba fuera de cuestión; ya no podía arreglárselas sola con él. Ahuyentando el doloroso pensamiento, ella retorció el pomo y susurró:

—Adiós, papá.

Antes de llegar al despacho, Paula ya había conseguido recuperar el control de sí misma. No le quedaba más remedio. Había que dejar los problemas a la puerta, tal como le decía su padre. «Llora, sí, pero luego supéralo. La vida continúa.» Había llegado a su mesa y estaba mirando con remordimiento la montaña de papeles que había encima cuando Lucas entró en la habitación.

—Hola —dijo él, mientras se sentaba en una esquina de la mesa, con una amplia sonrisa en su guapo rostro.

—Buenos días —respondió Paula.

La sonrisa de Lucas se desvaneció.

—¿Es lo único que tienes que decirme?

—¿Qué quieres que te diga?

—Algo más que un gruñido de buenos días, eso desde luego.

Paula se quitó la chaqueta y la colgó del respaldo de la silla.

—Perdona, pero sólo me apetece gruñir. Vengo de ver a mi padre.

—¿Algún cambio? —preguntó Lance, apartando la mirada, como si se sintiera incómodo.

—No, pero gracias por preguntarlo de todas formas.

Lucas sonrió con poca convicción y cambió de tema.

—Tengo buenas noticias.

A Paula se le iluminó el rostro.

—¿Ah, sí?

—Alberto y los otros dos ingenieros han conseguido finalmente reducir a dos los planos de diseño del explosivo.

—Oh, Lucas, eso es maravilloso.

—Sí, ya era hora. La verdad es que estoy contento. Y espero que papá también lo esté de una condenada vez —su rostro perdió toda su animación—. Claro que, con él, nunca se sabe.

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