miércoles, 3 de abril de 2019

Cenicienta: Capítulo 60

–Muy bonito –masculló Pedro. Tocándole la mejilla, le ladeó la cabeza hacia la luz de la araña–. Todas esas lágrimas, esa voz ahogada… –bajó la mano bruscamente–. Casi me has hecho creer que me querías.

–¡Sí que te quiero! –exclamó ella–. Te quiero.

–Deja de decirlo –le dijo él, fulminándola con una mirada de hielo–. No. Es igual. Puedes decir lo que quieras. No voy a creer ni una palabra.

Paula entrelazó las manos, pálida y pequeña con aquel vestido tan colorido. Las flores se le caían del cabello. Miró a Romina.

–Ha sido ella, ¿No? Ha convertido una mentira piadosa en un plan maquiavélico, ¿No? –las lágrimas corrían por sus mejillas–. Y tú la has creído. Nunca creíste que fuera digna de ser tu esposa. Nunca quisiste amarme. Y esta es la mejor forma de salir del problema.

–Te desprecio.

Ella dejó escapar un sollozo. Franco Xendzov le puso una mano sobre el hombro a Pedro.

–Ya es suficiente. Creo que ya lo ha dejado todo muy claro.

Pedro se zafó con brusquedad y contuvo las ganas de darle un puñetazo.

–Métase en sus asuntos.

De repente odiaba a Xendzov, a Romina y a todos esos buitres que merodeaban por la sala de fiestas.

–¡Todos fuera! –gritó de pronto, mirando a su alrededor.

–No –le dijo Paula, por detrás–. Basta, Pedro.

Su voz sonó más dura que nunca. Sorprendido, se volvió hacia ella. Los ojos de Paula estaban llenos de tristeza, pero su actitud denotaba otra cosa; fuerza, energía.

–Nuestros invitados no han hecho nada para merecer ese trato. Y yo tampoco –se puso erguida–. Dime en este momento que sabes que este niño es tuyo, o te dejaré para siempre. Y nunca volveré.

Un ultimátum… Pedro se puso tenso.

–¿Se supone que tengo que fiarme de tu palabra?

Paula se puso pálida.

–No me voy a quedar atrapada en un matrimonio por el que no sabes luchar –miró hacia Romina con resentimiento–. Ella es la persona a la que siempre has querido. Una mujer tan perfecta y fría como tú, sin corazón –dio media vuelta.

Pedro la agarró del brazo.

–No puedes irte. No sin una prueba de paternidad.

Ella le miró con una profunda tristeza.

–Yo no voy a intentar que me quieras. Ya no voy a intentarlo más –le susurró–. Se acabó.

Pedro no podía mostrar debilidad alguna. No podía dejarle ver lo cerca que había estado de romperle el corazón.

–Te quedas en Roma –le dijo sin contemplaciones–. Hasta que yo te permita marcharte.

A Paula le brillaron los ojos.

–No. No lo haré –respiró hondo. Había una extraña locura en su mirada–. Me acosté con otro, tal y como tú has dicho –tragándose las lágrimas, levantó la mirada hacia él–. Y le amaba.

Aquellas afiladas palabras se clavaron en el corazón de Pedro como una daga. Se tambaleó hacia atrás.

–¿Y qué pasa con el niño?

Los ojos de Paula estaban tan oscuros como una tormenta de invierno. Las lágrimas corrían por sus mejillas sin cesar. Se quitó el anillo de diamantes y se lo dió sin decir ni una palabra. Pedro lo tomó en la mano sin saber muy bien lo que hacía. Paula dió media vuelta y se abrió camino entre la multitud, sin mirar atrás. Y esa vez, él no trató de detenerla. Asiendo con fuerza el valioso anillo, cerró los ojos y se dejó llevar por la pena más intensa…

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