lunes, 8 de abril de 2019

Cenicienta: Capítulo 66

 Paula subió al coche y pisó a fondo el acelerador.

–Que espere.

Pero justo en el momento en que atravesaba la puerta y se incorporaba a la carretera, vio correr a su padre, haciéndole señas con la mano. Parecía que le gritaba algo. Paula masculló un juramento y tiró del freno de mano. Cerró los ojos. Bajó del vehículo y se volvió hacia su padre. Él estaba casi sin aire. Al verla bajar, fue más despacio, pero ella no dio ni un solo paso para ir a su encuentro, sino que dejó que caminara hasta ella.

–No lo sabes, ¿Verdad? –le dijo en voz baja–. Antes de que me dijeras lo del bebé, yo pensaba que esa era la única razón por la que te habías presentado aquí. Porque lo habías averiguado.

–¿Averiguar qué?

–Me muero, Paula.

Ella se le quedó mirando, sin moverse.

–¿Qué?

Él esbozó una triste sonrisa.

–Por eso me dejó Tamara.

Levantó el puro con dos dedos y lo miró fijamente.

–Los médicos me dan unos cuantos meses, quizá un año. Quería que te casaras con Fabián porque… así sabría que… siempre estarías bien.

Temblando, Paula miró a su padre bajo la tenue luz de diciembre.

–¿No hay nada que hacer?

Él soltó el puro y lo aplastó con el pie.

–No. He cometido muchos errores, Paula. Primero con tu madre, y después contigo. Pero ni siquiera yo puedo ser tan estúpido como para cometer este. No puedo dejar que te vayas, sabiendo que quizá nunca más vuelva a verte. Te quiero, Pau –susurró–. Siempre he estado orgulloso de tí. Sé que no fui siempre un buen padre, y lo siento. Pero antes de morir, necesito… Te pido… –se le quebró la voz–. Te pido que me perdones.

Aguzando la mirada, Paula sacudió la cabeza con decisión.

–Eso no va a pasar.

Su padre dejó caer la cabeza.

–No te vas a morir –añadió ella con una sonrisa insegura–. Te conozco, papá. Ni siquiera la muerte podría convencerte para que aceptaras un trato que no te gusta.

Él soltó el aliento. Levantó la vista y sus ojos estaban llenos de lágrimas.

–Te dije que me necesitabas. Era mentira. La verdad es… que soy yo el que te necesita –tragó con dificultad–. Te juro que… si vivo lo suficiente, seré mejor abuelo que padre.

Ella sintió un nudo en el estómago.

–No estuviste tan mal. De verdad.

–¿No?

–Bueno –ella esbozó una sonrisa triste–. Sí que me enseñaste a montar en bicicleta.

Él le devolvió la sonrisa. Justo en el momento en que iba a darle un abrazo, el suelo tembló bajo sus pies. Se oyó el pitido de un coche…

Paula se volvió, sorprendida. Una furgoneta de reparto se aproximaba a toda velocidad, seguida de un remolque tan grande que casi se salía por los arcenes. La furgoneta de reparto pasó tocando el claxon.

–¿Qué demonios…? –exclamó el padre de Paula, tosiendo.

–Adrián –dijo Paula sin dar crédito a lo que veía.

¿Qué estaba haciendo el chófer de Pedro en Minnesota? El remolque se detuvo detrás de su coche y la furgoneta se puso al otro lado, bloqueando todas las salidas. Confusa, Paula echó a andar hacia Adrián, que acababa de bajarse del vehículo y caminaba a toda prisa hacia la parte de atrás de la furgoneta.

–Adrián, ¿Qué estás haciendo aquí?

Paula se detuvo al tiempo que Adrián abría las puertas de la furgoneta. Al mirar dentro, contuvo el aliento y se llevó una mano a la boca. Había una especie de príncipe dentro; un caballero medieval con armadura y todo. El caballero se levantó la visera. Era Pedro. Sus ojos negros brillaban con adoración. Sintió que le daba un vuelco el corazón. Soltó el aliento y echó atrás la cabeza para verle bien. Debía de haber dado un traspié y caído en coma o algo parecido. Estaba soñando. Eso era lo único que podía explicar aquella visión tan increíble.

No hay comentarios:

Publicar un comentario