viernes, 5 de abril de 2019

Cenicienta: Capítulo 65

–Yo nunca quise dejar a tu madre –añadió Miguel con reticencia–. Fue Paula quien me dijo que me fuera.

Paula arrugó el entrecejo.

–¿Qué?

Miguel soltó el aliento.

–Me ponen muy nervioso los enfermos. Eso ya lo sabes. Pero cuando le conté a tu madre lo de Tamara, estaba intentando empezar de nuevo con ella. Le prometí que sería un marido mejor, un hombre mejor, si me perdonaba –trató de esbozar una sonrisa–. Pero ella me dijo que me fuera de la casa. No quiso volver a verme. Y yo hice lo que ella quería –se pasó una mano por el pelo–. No volví a verla hasta el funeral.

–Nunca lo supe. Simplemente asumí que…

–Tu madre no quería meterte en nuestras disputas. Y yo respeté sus deseos.

–Y te llevaste toda la culpa –le susurró Paula.

Él la miró.

–Supongo que me lo merecía –apartó la vista–. ¿Quién es el padre de tu bebé? ¿Un músico muerto de hambre? ¿Un artista? ¿Hay alguna posibilidad de que sea un hombre honrado y decente?

–Si me estás preguntando si se casó conmigo, la respuesta es «Sí». Nos casamos en Las Vegas en septiembre.

Miguel levantó las cejas.

–¡Te casaste! ¡Y no me dijiste nada!

–Me desheredaste. No pensaba que te importaría.

–Dime que firmaste un acuerdo prematrimonial.

–No.

Miguel Hainsbury apuntó el puro hacia su hija en un gesto acusador. Le tembló la mano.

–¡No he trabajado tan duro toda mi vida para que ahora me lo quite todo un cazafortunas!

–Él no quiere tu dinero –susurró ella–. Y, además, está a punto de divorciarse de mí.

–¿En tan poco tiempo? ¿Quién va a cuidar de tí y del niño?

–Yo lo haré –respiró rápidamente para no aspirar el humo del tabaco–. Tomás me ofreció un puesto en las oficinas centrales de París, en el departamento de fusiones y adquisiciones. Dice que tengo una perspectiva muy fresca, una mente creativa y original. Pero su esposa, Sofía, y yo ya habíamos decidido…

–¿Una mente original? –repitió su padre en un tono sarcástico–. No puedes sobrevivir tú sola y cuidar de mi nieto. Ven a casa –le ordenó–. Te vendrás a vivir conmigo.

Paula respiró hondo esa vez.

–¿Por qué no puedes confiar en mí, papá? ¿Solo una vez? – susurró–. ¿Por qué no puedes olvidar que tengo dislexia y decirme que crees en mí? ¿Por qué no puedes decirme que puedo hacer lo que me proponga?

Miguel frunció el ceño.

–Paula…

–Olvídalo –le dijo, dando media vuelta–. Adiós.

Paula huyó de la mansión a toda prisa. Fuera, el gélido aire de Minnesota se le clavó en la piel como mil cuchillos. Se subió a su coche de alquiler, arrancó y avanzó por el camino de grava. Las ruedas traseras derrapaban sobre la nieve compacta. Pero cuando llegó a la puerta exterior de la finca, el guardia de seguridad la ignoró. Ella se cansó de hacerle señas, pero el hombre se volvió y le dio la espalda; estaba demasiado ocupado con los cascos puestos. Finalmente no tuvo más remedio que bajarse del coche y dirigirse hacia la garita.

–Abra, por favor –le dijo–. ¡Ahora mismo!

El guardia apretó un botón para abrir la puerta, pero entonces se asomó por la ventana.

–El señor Hainsbury quiere que espere.

Paula masculló un juramento. Ya estaba harta de esperar a la gente, sobre todo a hombres que le habían demostrado una y otra vez que no la querían.

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