viernes, 12 de abril de 2019

Paso a Paso: Capítulo 7

Era evidente que cuando aquella casa había sido construida y amueblada, el dinero no había sido obstáculo. Rezumaba opulencia.

—Bueno, ¿Qué te parece? —le preguntó Lucas, sosteniéndola aún por el codo.

—¿Necesitas preguntarlo?

Lucas se rió entre dientes.

—Papá la hizo construir hace un par de años, justo cuando empezó a educarme para tomar las riendas del negocio. La abuela la decoró.

—¿Es la madre de tu padre?

—Sí. Es toda una señora también. Siento que no vayas a conocerla esta noche.

—Yo también —dijo Paula, mientras ella y Lucas se detenían en el umbral de una magnífica habitación que ocupaba toda la parte de atrás de la casa.

—¿Quieres una copa de vino? —le preguntó Lucas.

Ella sonrió y asintió.

—No te muevas —dijo él, apretándole el codo—. Enseguida vuelvo. Después daremos una vuelta por la casa.

Un buen número de invitados estaban repartidos por el extenso patio y entraban y salían por las grandes puertas de cristal correderas abiertas a la cálida noche de primavera. Había grupitos de gente repartidos por el césped, tomando copas y charlando animadamente.

Paula no pudo evitar soltar un suspiro de alivio al darse cuenta de que iba apropiadamente vestida. Su vestido de seda turquesa y sus pendientes de plata no desentonaban nada con los trajes de noche que la rodeaban. Centró la vista otra vez en la habitación, estudiándola. Pero, en lugar de fijarse en las grandes vigas de madera del techo o en la enorme chimenea, su mirada cayó sobre un hombre alto, de hombros anchos y con bigote, que estaba a unos metros. Experimentó un súbito cosquilleo en la espina dorsal. Aunque no se hubiera parecido a su hijo, el instinto le habría dicho que se trataba de Pedro Alfonso. No era tanto su forma de vestir lo que lo distinguía, aunque su cazadora deportiva azul, sus pantalones anchos grises y su camisa amarilla contrastaban realmente con los atuendos formales de sus invitados. No, era el hombre mismo. Todo él parecía irradiar una fría arrogancia. Allí estaba, pensó ella, un hombre acostumbrado a dar órdenes y a que se obedecieran. Trató de apartar la mirada, pero descubrió que no podía. Aquellos ojos azules que ardían como carbones la mantuvieron cautiva. Había algo magnético en él, además, algo más grande que la vida que la hizo desear tocarlo. Aquella idea era ridícula, aterradora. Paula palideció. Luego, súbitamente, él se inclinó y le dijo algo a la imponente rubia que tenía al lado.

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