miércoles, 3 de abril de 2019

Cenicienta: Capítulo 56

–Siento no haberte dado la boda que te merecías –le dijo Pedro, acariciándole la mejilla.

–¡Pero si nuestra boda me encantó!

Él sacudió la cabeza con tristeza.

–Deberías haber estado acompañada de tu familia y amigos –la miró–. ¿Le has hablado a tu padre de mí?

Su padre… Paula tragó con dificultad.


–Eh, no. Todavía no –se irguió–. Pero te llevaré a Minnesota para que le conozcas. Cuando quieras.

–¿Y qué tal en Navidad?

Sosteniéndola en sus brazos, le sonrió. La expresión de su rostro era tierna y alegre.

–Primero daremos un banquete en Roma. Y después otro allí.

–¿Un banquete?

–Dos. Uno en cada continente. Quiero celebrarlo como Dios manda –le acarició el cabello–. Con nuestra familia y amigos.

–Oh.

–Así tendré oportunidad de conocer a tu padre –le guiñó un ojo–. Y me lo ganaré.

Aquellas palabras dulces y entusiastas la hacían sentirse más culpable que nunca.

–Claro que sí –le dijo, con un nudo en la garganta–. Nadie podría evitar quererte.

Él se puso serio de repente.

–Pero yo no necesito que nadie me quiera –la estrechó contra su cuerpo desnudo y le acarició la espalda por encima de la chaqueta beige–. Yo solo te necesito a tí.

De repente, Paula tuvo ganas de llorar. Sintió cómo reaccionaba su cuerpo desnudo y de pronto le deseó más que nunca. Se estremeció al sentir sus caricias por encima de la ropa, en los pechos, en los pezones… hasta hacerlos endurecer. Miró hacia el espejo. Vió su cuerpo desnudo y su espalda musculosa al tiempo que la besaba en el cuello. La imagen le causó una oleada inmediata de auténtico placer. Él le desabrochó la chaqueta.

–Eres mía –murmuró él contra su piel.

Ella sintió su miembro erecto entre las piernas; sintió el insistente masaje de las yemas de sus dedos mientras le quitaba la camisola y el sujetador, deslizando la palma de la mano por el valle entre sus pechos y su cintura estrecha, pasando por su abdomen redondeado.

–Dilo.

Ella abrió los ojos.

–Soy tuya.

–Para siempre.

–Para siempre –repitió ella.

Pedro se arrodilló delante de ella. Le levantó la falda hasta las rodillas y le quitó las braguitas. Moviéndose entre sus muslos, le levantó una pierna por encima del hombro. Y entonces, justo antes de besarla, la miró de nuevo.

–Nunca me mientas, Paula –susurró–. Y estaremos juntos para siempre. Nadie podrá separarnos nunca.

Metió la cabeza entre sus piernas y oleadas de placer la inundaron por dentro. Paula echó atrás la cabeza y cerró los ojos. Los latidos de su corazón retumbaban a medida que se daba cuenta de lo que había hecho. Debería haberle dicho la verdad desde el principio, desde el primer día. Había pensado que era mejor esperar a que él tuviera motivos para quererla. Pero cuando él descubriera que llevaba meses mintiéndole, después de haberle dado su confianza y cariño, sin duda sería el principio del fin. Sintiendo su lengua húmeda y caliente entre las piernas, cerró los ojos y se estremeció. No podía perderle. Nunca. Encontraría la forma de decirle la verdad. Y rezaría mucho para que no fuera el final de todo…

No hay comentarios:

Publicar un comentario