lunes, 8 de abril de 2019

Cenicienta: Capítulo 67

–¿Qué estás haciendo aquí?

–He venido por tí –le dijo él, mirándola fijamente–. Fui un cobarde y un tonto. Vuelve conmigo, Paula –le susurró–. Déjame demostrarte que puedo ser el hombre con el que siempre has soñado.

Los ojos de Paula se llenaron de lágrimas. Fue hacia la furgoneta. Él se bajó con agilidad y fue a su encuentro. Pero el peso de la armadura lo pilló desprevenido. La visera se le cerró de golpe y lo hizo resbalar sobre la nieve. Ella corrió hacia él y fue a socorrerle. Se arrodilló a su lado y trató de ayudarle a incorporarse.

–¿Te encuentras bien? –le preguntó, ansiosa–. ¿Te has hecho daño?

Tirado en el suelo, Pedro no se movía. ¿Y si se había dado algún golpe en la cabeza con el metal de la armadura? Paula le levantó la visera con manos temblorosas. Pero entonces vió que él se estaba riendo en silencio. Sorprendida, casi se cayó hacia atrás.

–Oh, Dios. Has hecho un ridículo total –le dijo, sacudiendo la cabeza–. ¿Disfrazado de caballero? ¿Pero en qué estabas pensando?

–Nunca he visto un ángel tan bonito como tú –le tocó la mejilla–. Lucharía contra quien haga falta para estar en los brazos de la mujer que amo. Mataría dragones por tí –susurró.

¿Qué le había dicho? ¿Qué acababa de decir? ¿Le había dicho que la amaba? Paula sintió que se le henchía el corazón. Bajó la vista. Sus pestañas batían contra sus mejillas.

–Vamos… Te ayudaré a levantarte.

Pero la armadura era más pesada de lo que pensaba. Primero Adrián, y después su padre… Los dos tuvieron que ayudarle a levantarse.

–Hola, señor –le dijo Pedro a su padre, sonriendo–. Creo que no nos conocemos en persona. Soy Pedro Alfonso.

Miguel parpadeó, perplejo. Miró a su hija.

–¿Este es tu marido?

Incapaz de decir nada, Paula asintió y entonces se volvió hacia Pedro. Oyó silbar a su padre a sus espaldas.

–Vaya. Menuda fusión.

Se volvió hacia él con el ceño fruncido, pero justo en ese momento su padre se dirigió a Adrián.

–¿Le apetece tomarse algo caliente?

–Desde luego. Gracias.

Paula y Pedro se quedaron solos en aquella carretera nevada y desierta. Ráfagas de viento llegaban desde el lago, agitándole el cabello, pero ella ya no sentía frío. Se sentía muy caliente, llena de luz.

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