viernes, 26 de abril de 2019

Paso a Paso: Capítulo 31

Pedro apartó la mirada y estudió la habitación.

—Me basta con el sofá.

—Tengo una habitación de invitados —dijo Paula en un susurro.

Sus ojos se encontraron de nuevo.

—Estaré bien aquí —dijo con vos tensa.

Obligándose a apartar la mirada de él, Paula se dirigió a la puerta, donde se detuvo y se volvió de nuevo.

—¿Crees… crees que ellos…? —se le quebró la voz en un sollozo.

Una expresión fugaz de dolor cruzó el rostro de Pedro.

—No lo sé. Tendremos que esperar y ver, ¿No?

Al contrario que Paula, Pedro no hizo esfuerzos por dormirse. Había demasiado que hacer. A pesar de la hora, llamó a su ayudante nada más salir Paula y le contó lo sucedido. Luego le pidió no sólo que se ocupara del coche de Lucas, que aún estaba estacionado ante el restaurante sino que llamara a Diana para ver si había llegado sin problemas a casa. En algún momento en medio de la confusión, le había dicho que tomara un taxi y se marchara. Una vez hubo colgado tras hablar con Diego, se quedó sentado en el sofá con la cabeza entre las manos. Al cabo de un largo rato, cuando empezó a sentir la humedad en las palmas de las manos, se levantó y se dirigió a la ventana. Mientras miraba la oscuridad de la noche, dió rienda suelta a la multitud de emociones que hervían en su interior. Maldijo. Despotricó. Deliró. Agonizó. Pero por encima de todo, rezó. Nada pareció ayudarle. Una angustiosa sensación de pérdida había hecho presa en él. Lucas. Su hijo. Aún no podía creer que hubiera sido secuestrado, aunque vivía con aquel temor desde que había ganado su primer millón.

Pedro cerró los ojos y dejó escapar lentamente el aliento. De pronto, un recuerdo de Lucas y él pescando en un arroyo le vino a la mente. Lucas había tenido cuatro años.

—Mira lo que he tomado, papá —le había dicho, sosteniendo un pez que no era mucho más grande que su mano.

—Qué estupendo, hijo —recordó Pedro que le había dicho con una enorme sonrisa, revolviéndole el pelo—. Lo estás haciendo muy bien.

Pedro sintió una dolorosa punzada en el corazón mientras le invadía una torturante sensación de culpa. Y pensar que aún tenía que contárselo a su madre. Tampoco soportaba pensar en aquello. Ella adoraba a su nieto tanto como a su hijo. ¡Malditos fueran aquellos hijos de perra! Podía sentir que el odio rezumaba de su cuerpo como un sucio sudor. Se aseguraría de que se llevaran su merecido. Mientras tanto, si intentaban hacerle el menor daño a Paula, él… «¡Pero ¿Qué te pasa, Alfonso?!»… Cuando la había levantado del suelo, desgarrada y sangrando, había sentido miedo. Había sentido indignación. Pero, sobre todo, había sentido una tensión en la garganta. Aquel sentimiento era absurdo, lo sabía, y era algo que ni entendía ni deseaba. Y menos ahora.

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