sábado, 18 de octubre de 2014

Simplemente un beso: Capítulo 13

Paula  hizo todo lo posible para concentrarse en los informes, pero no podía dejar de mirar a Pedro, sentado en el sofá, mirando al vacío.
Estaba anocheciendo y habían encendido las luces. A pesar de la iluminación, las sombras del atardecer parecían reflejarse en su rostro.
Paula se preguntó si le dolería la pierna y por enésima vez, se sintió responsable. No podía creer que su hijo, tan pequeño, hubiera hecho caer a aquel hombre tan grande.
El culpable estaba dormido en el suelo, como un bendito.
Era difícil para ella admitir el afecto que el niño parecía sentir por Pedro. A Bautista no parecían molestarlo en absoluto sus gruñidos ni su expresión huraña.
Paula frunció el ceño, intentando concentrarse de nuevo en la pantalla del ordenador.
—¿De verdad seguiste a esta mujer, Beth Daniels, durante cuatro días?
Pedro la miró entonces.
—A todas partes. Me quedaba frente a la peluquería mientras se arreglaba el pelo, la seguía a la tintorería, la observaba mientras almorzaba con sus amigas y me sentaba tras ella en el cine mientras se comía un kilo de palomitas.
—¿Y ella nunca sospechó que la seguías?
Pedro sonrió, y el gesto hizo que sus ojos se iluminaran.
—Ya te dije que soy muy bueno.
— Yo me daría cuenta si alguien estuviera siguiéndome.
—Si te siguiera yo, no —rió él—. En el caso de Beth Daniels, su marido me contrató para comprobar si lo estaba engañando.
Paula tomó las fotos que iban con el informe. Una mostraba a una atractiva rubia llamando a la puerta de la habitación de un hotel. La siguiente era una fotografía de un hombre alto y moreno abriendo esa puerta y la tercera, la rubia saliendo de la habitación.
—Pues parece que sí.
— Sí —asintió Pedro—. La tercera noche, cuando su marido estaba en una cena de negocios, la señora Daniels tuvo una cena privada.
Paula dejó las fotografías sobre la mesa, con expresión triste.
—¿Y por qué no le preguntó el señor Daniels si lo estaba engañando?
Él la miró, con expresión de sorpresa.
—Porque las mujeres mienten.
Había una vehemencia en esa respuesta que sorprendió a Paula.
—No todas las mujeres mienten. A mí esto me parece un poco…
—¿Rastrero? —terminó Pedro  la frase por ella—. Yo soy un tipo rastrero que hace un trabajo rastrero.
Paula se puso colorada.
—No quería decir eso. Quería decir que me parece muy triste que sea una tercera persona la que tenga que averiguar si alguien está engañando a la persona que quiere. O a la que se supone que quiere.
Paula sonreía cínicamente.
—En mi trabajo y en mi experiencia, he aprendido que el amor es solo una fantasía para esconder otras necesidades, quizá no tan puras.
—¿No creerás eso de verdad?
El brillo de dolor en los ojos azules del hombre le decía que no estaba bromeando. Todo lo contrario. Pedro apartó la mirada, como si temiera que ella leyera sus pensamientos.
—Lo creo firmemente —dijo por fin. Cuando volvió a mirarla, la vulnerabilidad que Paula había creído ver en sus ojos, había desaparecido — . El amor es una fantasía, un concepto creado por los poetas y extendido por la industria del entretenimiento. Los únicos matrimonios que duran para siempre son los que están basados en intereses económicos.
Paula lo miró, incrédula. Su cinismo despertaba una extraña tristeza en ella. ¿Cómo podía vivir sin la esperanza de encontrar el amor verdadero? La suya debía ser una existencia vacía, desierta.
—Eres un caso, Pedro Alfonso. Yo diría que alguien te ha hecho mucho daño.
—Y yo diría que tú vives en un mundo de fantasía. Tú precisamente deberías saber que el amor no es real. Creíste que tu novio te amaba y mira lo que ha pasado. Eres una madre soltera porque creíste en esa tontería del amor.
—Eso no es verdad —exclamó Paula—. Soy una madre soltera porque me enamoré del hombre equivocado, no porque creyera en el amor. Y no pienso volver a cometer ese error nunca más.
—Ya —murmuró Pedro , sarcástico—. La próxima vez, conocerás a tu príncipe azul, que está esperándote en alguna parte.
—Eso es —dijo ella, firmemente convencida—. Y viviremos felices el resto de vuestras vidas.
La convicción que había en su voz era casi entrañable.
—¿Siempre has sido tan ingenua?
Paula sonrió. Aquella discusión empezaba a ser estimulante. No se sentía en absoluto ofendida por sus comentarios. Estaba tan convencida de aquello que nada ni nadie la haría cambiar de opinión.
—Uno de los dos es un ingenuo, pero yo que tú no señalaría a nadie.
Pedro sonrió también, una sonrisa auténtica que iluminaba sus ojos y que causó una especie de pequeña explosión en el corazón de Paula.
—Yo no soy el ingenuo, Paula. Es que no creo en los cuentos de hadas.
—Pues espero que un día quieras a alguien de verdad y, cambies de opinión.
De nuevo le pareció ver una sombra de dolor en los ojos del hombre. Pero tan rápido como apareció, había desaparecido.
—Lo dudo mucho.
En ese momento, sonó el teléfono.
Pedro alargó el brazo para descolgar el auricular mientras Paula se concentraba de nuevo en los informes.
—¿Qué? ¿Cuándo? —lo oyó exclamar. Su voz sonaba muy tensa y Paula temió pulsar la tecla de impresión porque intuyó que aquella conversación era muy importante —. Gracias por llamar —dijo Pedro antes de colgar—. ¡Maldita sea! —exclamó después, golpeándose la escayola.

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