martes, 14 de octubre de 2014

Simplemente un beso: Capítulo 5

En su trabajo como auxiliar de clínica, había visto muchas personas agradables convertirse en criaturas histéricas.
Suspirando, entró en el coche, sonriendo al mirar a su hijo por el retrovisor.
—Le he ofrecido ayuda, pero no la quiere. Así que ya está, no tenemos más responsabilidad.
Bautista rió, con aquella risita infantil que le calentaba el corazón. Mientras se alejaba de la casa de Pedro Alfonso , Paula se preguntaba si Bill pensaría en ella alguna vez, si alguna vez se habría preguntado por su hijo. Si sabría cuántas cosas se había perdido cuando decidió abandonarlos.
Paula solo se dio cuenta de lo inmaduro y egoísta que era cuando quedó embarazada y Bill salió corriendo. Ella no necesitaba un niño asustado en su vida y Bautista no necesitaba un niño asustado como padre.
Para eso, mejor no tener padre. Ella misma había crecido con un padre inmaduro, incapaz de hacer frente a las responsabilidades.
Su padre desaparecía de su vida y, de repente, volvía a aparecer cuando menos se lo esperaba, con caros regalos que Paula no necesitaba, llevándola a restaurantes a los que no quería ir, dándole cosas cuando todo lo que ella necesitaba era su cariño.
Su padre, como Bill, había pasado a ocupar el archivo de «no merece la pena pensar en ellos». Y en aquel momento, tenía un tercer nombre que añadir a la lista: Pedro Alfonso.
Pero Pedro no parecía resignarse a quedar archivado. Mientras Bautista y ella cenaban en un restaurante cercano al hotel, Paula se preguntó qué estaría cenando, si habría podido hacerse algo de cena… Con una mano escayolada, incluso preparar un bocadillo le habría resultado difícil.
Pero ese no era su problema, se recordó a sí misma. Al fin y al cabo, le había ofrecido su ayuda y él la había rechazado. Apenas lo había visto unos minutos, pero tenía la impresión de que Pedro Alfonso era un hombre incapaz de pedir ayuda, incluso en los peores momentos.
Más tarde, ya en la cama, con Bautista durmiendo en la cuna que los empleados del hotel habían colocado en la habitación, Paula volvió a pensar en Pedro.
No podía evitar sentirse responsable por el accidente. ¿Y si intentaba bajar los escalones del porche y se caía? En una casa tan solitaria, pasarían días hasta que alguien lo encontrara.
Cuando por fin pudo quedarse dormida, tuvo una pesadilla en la que Pedro Alfonso corría tras ella por la playa, pero en su sueño era ella la que tenía una pierna escayolada. Bautista estaba sentado en la arena, dando palmaditas y riendo alegremente mientras Pedro intentaba atraparla.
Paula se despertó, sobresaltada, poco después de amanecer. La pesadilla había hecho que tomara una decisión: no podía seguir adelante con sus vacaciones sabiendo que un hombre sufría a causa de un accidente que, sin querer, su hijo había provocado. Su conciencia no se lo permitiría.
A las nueve, Bautista y ella estaban vestidos y de camino a casa de Pedro Afonso. En una bolsa en el asiento de atrás, llevaba todo lo necesario para preparar un buen desayuno. No había hombre en la tierra que pudiera decir que no a un buen plato de huevos con beicon.
Cuando paró frente a la casa, se sorprendió al ver una vieja furgoneta y dudó un momento antes de salir del coche. Después de todo, la furgoneta indicaba que Pedro no estaba solo.
Mientras intentaba decidirse, la puerta se abrió y una mujer gruesa de pelo gris salió de la casa con expresión malhumorada. Estaba bajando los escalones cuando Pedro apareció en el porche.
—No vuelvas por aquí, María. ¡Estás despedida! —le gritó, haciendo que varias gaviotas que paseaban por la arena levantaran el vuelo.
—Muy bien. Estoy despedida —dijo la mujer, como si no le importara lo más mínimo. Pedro cerró de un portazo y María se acercó al coche con una sonrisa en los labios—. Tenga cuidado con él. Esta mañana está insoportable.
—Gracias —dijo Paula, sorprendida. Después de colocarse a Bautista en un brazo y las bolsas en el otro, empezó a subir los escalones—. Pues como esté muy insoportable, me voy con el desayuno a otra parte —murmuró para sí misma.
Cuando llegó frente a la puerta, dejó las bolsas en el suelo y llamó al timbre.
— ¡Vete! —escuchó la voz de Pedro—. ¡He dicho que estás despedida!
Paula respiró profundamente para darse valor.
—¿Señor Alfonso? Soy Paula Chaves.
— ¿Qué demonios hace aquí? —preguntó él, abriendo la puerta de golpe.
Estaba claro que no había pasado buena noche. Tenía el pelo revuelto, grandes ojeras y la barba del día anterior le había crecido aún más. Su aspecto hizo que Paula sintiera compasión.
—He venido a prepararle el desayuno —le explicó. Pedro la miró como si estuviera loca—. He traído todo lo necesario.
Bautista se movió en sus brazos, señalando a Pedro.
—¿Qué ha traído? —gruñó él.
—Beicon y huevos.
Pedro dudó un momento y después se apartó.
—Pase.
Paula se quedó fascinada al entrar en el salón, que tenía una pared acristalada desde la que podía verse el mar.
Pero tras un segundo vistazo, se quedó aún más sorprendida. Aquella habitación era un caos. La mesa de café estaba cubierta de periódicos, botes de refresco vacíos y cajas de pizza.
La mesa del ordenador, en una esquina del salón, estaba igual que la de café. Latas, contenedores de comida rápida y montones de papeles por todas partes. La moqueta necesitaba que alguien pasara la aspiradora y los muebles de madera, un trapo del polvo.
—No se preocupe por el estado de la casa —dijo Pedro dejándose caer en el sofá—. Acabo de despedir a la señora de la limpieza.
—Lo sé. La conocí antes de entrar —dijo Paula.
—Se supone que debía limpiar hoy, pero solo había pasado por aquí para decirme que se va al bingo con su hermana. Según ella, es ***** y le ha dicho que hoy es su día de suerte.
—Pues que te despidan no es tener mucha suerte — sonrió Paula—. Aunque ella no parecía preocupada.
Pedro suspiró, pasándose la mano por el pelo.
—Claro que no. Lo hace a propósito. Me hace estas cosas para que la despida porque sabe que luego tendré que llamarla otra vez. Entonces, se niega a volver y yo tengo que aumentarle el sueldo.
—Qué lista.
Podía estar insoportable, pero al menos hablaba más que el día anterior, pensó Paula.
—Ya veo que ha traído al escuadrón de la muerte —dijo Pedro entonces, señalando a Bautista —. ¿No tiene un marido que lo vigile mientras usted se dedica a hacer de ángel de la guarda?
—Pues no —contestó Paula, que no pensaba darle más explicaciones—. ¿Por qué no se tumba un rato? Mientras tanto, yo haré el desayuno

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