jueves, 30 de octubre de 2014

Simplemente un beso: Capítulo 37

Paula intentó disfrutar del resto de sus vacaciones, pero dos días después de haber abandonado la casa de Pedro, se dió cuenta de que no era capaz.
El sol de Florida le recordaba el calor de sus besos, el cielo azul sobre su cabeza, le recordaba sus ojos. El ruido de las olas parecía el sonido de su voz… Paula supo que debía dejar Masón Bridge, dejar Florida y sus vacaciones atrás.
Necesitaba volver al trabajo, llenar sus días de cosas que hacer para caer en la cama demasiado rendida como para soñar.
Bautista también estaba inquieto y lloraba por cualquier cosa. Paula se preguntó si el niño se daría cuenta de su pena o si él mismo echaba de menos a Pedro.
Al día siguiente, Bautista y ella subían a un avión que los devolvería a casa. Afortunadamente, el niño se quedó dormido en cuanto el avión despegó.
Paula se quedó mirando por la ventanilla, sintiendo un peso en el corazón. Lo más difícil de aceptar era que Pedro la quería, pero había decidido darle la espalda a su amor.
Hubiera sido maravilloso que su amor fuera suficiente para curar las heridas que le habían hecho Sherry y Bobby, pero sus heridas eran demasiado profundas.
Si quisiera reconocer que necesitaba amar y ser amado, que creer en la felicidad no era una debilidad ni un defecto, sino algo de lo que sentirse orgulloso…
Era fácil creer en los finales felices cuando todo iba bien. La auténtica prueba era creer en ellos cuando las cosas iban mal.
Los ojos de Paula se llenaron de lágrimas que le impedían ver las nubes, pero las secó con la mano. Se negaba a llorar por Pedro Alfonso. Durante los últimos tres días había conseguido no llorar y no pensaba hacerlo en aquel momento.
Se decía a sí misma que no merecía la pena llorar por Pedro. Él había elegido un camino muy triste y no se merecía una emoción tan profunda como las lágrimas.
Su abuela los estaba esperando en el aeropuerto de Kansas. Al ver a la delgada mujer de cabello gris, Paula sonrió, contenta. Cuando su madre murió, Belle Wilson había dejado a un lado su propio dolor por la pérdida de una hija y le había abierto casa y corazón a sus nietas. Desde aquel momento, Belle había sido un ejemplo para ella, una fuente de sabiduría y de paz.
—Aquí están mis dos amores —exclamó la mujer al ver a Paula con Bautista en los brazos. Como cualquier abuela, le quitó al niño y lo llenó de besos y abrazos, que Bautista devolvió, encantado.
—Hola, abuela.
—¿Te encuentras bien, nena?
—Sí —contestó ella, intentando sonreír—. Lo hemos pasado muy bien —añadió, mientras iban a buscar las maletas.
—Si lo has pasado tan bien, ¿qué haces en Kansas con una semana de antelación?
Los ojos de su abuela se clavaron en los suyos, como si quisiera leer sus pensamientos.
Paula se encogió de hombros.
—Nos cansamos de tanta playa. La verdad es que me apetecía volver a casa.
Belle miró a Paula durante unos segundos más y después hizo un gesto de incredulidad.
—Supongo que me contarás lo que ha pasado cuando quieras hacerlo.
—No hay nada que contar, abuela —protestó ella, pero las palabras sonaban falsas. Y lo eran.
Tardaron casi veinte minutos en localizar sus maletas y entrar en el coche de Belle. Y, por fin, tomaron el camino hacia su casa.
Mientras su abuela conducía por la autopista que llevaba al norte de la ciudad, Paula no podía dejar de pensar en Pedro.
¿Qué estaría haciendo en aquel momento? ¿La echaría de menos? ¿Lo habría afectado en absoluto? Y la pregunta más importante de todas, ¿cuándo tardaría ella en olvidarlo? ¿Podría olvidarlo algún día?
—¿Quieres hablar de ello? —preguntó Belle, rompiendo el silencio.
—¿Y por qué crees que hay algo de qué hablar?
Su abuela sonrió.
—Te conozco muy bien, cariño. Y en tus ojos hay una sombra que no estaba cuando te fuiste.
Paula miró por la ventanilla. Aún no podía hablar de Pedro. Solo aquel nombre evocaba un tremendo dolor en su corazón.
—Cuando conociste al abuelo… ¿fue amor a primera vista? —preguntó, de repente.
— Oh, cielos, no —contestó Belle, riendo —. Cuando conocí a tu abuelo, pensé que era el tipo más arrogante del mundo. Pero durante la tercera cita, descubrí que era el hombre con el que quería pasar el resto de mi vida.
Paula frunció el ceño, pensativa.
—Yo siempre había pensado que el día que conociera al hombre de mis sueños, sabría inmediatamente que era él. Y que el sentimiento sería mutuo.
—Esa es una fantasía muy bonita, hija. Pero si fuera verdad, no habría canciones sobre corazones rotos y amores desesperados.
Paula suspiró.
—Supongo que es verdad.
—Entonces, ¿qué ha pasado? ¿Un corazón roto? —preguntó Belle. Las lágrimas empezaban a quemar los ojos de Paula, que asintió sin decir nada—. ¿Algún guapito de playa se ha aprovechado de ti?
—No, nada de eso —intentó sonreír Paula—. La verdad es que Bautista le rompió la pierna.
—¿Qué? —exclamó Belle, mientras aparcaba el coche frente a la casa de su nieta—. Espera. Vamos dentro. Quiero que me lo cuentes todo.
Quince minutos después, con Bautista sentado tranquilamente en el parque, y un par de tazas de café sobre la mesa, Paula se encontró a sí misma contándole a su abuela la historia de Pedro Alfonso.
Le contó el primer encuentro y su catastrófico resultado, le habló sobre el tiempo que habían pasado juntos y le habló del pasado de Pedro.
Paula había esperado que contándolo en voz alta se daría cuenta de que había sido una locura enamorarse así de alguien a quien apenas conocía. Pero hablar de ello no borraba el dolor, todo lo contrario. Lo hacía más intenso, más desolador.
—Sé que parece una locura. Solo nos vimos durante una semana.
Belle sonrió.

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