martes, 14 de octubre de 2014

Simplemente un beso: Capítulo 4

Paula tardó dos minutos en hacer sitio para Pedro en el coche. Después de colocar la bolsa de los pañales a los pies de Bautista, echó el asiento del pasajero tan atrás como le fue posible para que pudiera sentarse con la pierna estirada. Pedro Alfonso era un hombre alto que necesitaba mucho espacio.
Un momento después, salía del aparcamiento y paraba frente a la puerta del hospital. Paula saltó del coche para ayudarlo, pero él la detuvo con un gesto.
—No hace falta. Prefiero entrar en el coche sin su ayuda. Es más seguro.
Pedro se dejó caer en el asiento, haciendo un gesto de dolor mientras metía la pierna.
—¿Se encuentra bien? —preguntó Paula, intranquila. Incluso con aquella expresión de enfado, Pedro Alfonso era un hombre guapísimo. Su aroma llenaba el interior del coche, un aroma muy masculino que era a la vez atractivo e inquietante.
—Lléveme a casa, por favor —dijo él. El asiento estaba tan reclinado hacia atrás que su cabeza estaba casi a la altura de la de Bautista—. El niño está atado, ¿verdad?
—Claro que sí —contestó ella, mientras arrancaba el coche—. Tendrá que decirme cómo llegar a su casa.
—A la salida del hospital, gire a la izquierda — dijo Pedro, con los ojos cerrados.
—Por cierto, me llamo Paula Chaves. Y el niño que está en la sillita es mi hijo, Bautista.
—Yo prefiero pensar en usted y su hijo como en una pesadilla —replicó él, sin abrir los ojos.
Pedro apretó los labios, pero se recordó a sí misma que la actitud grosera del hombre era debida al dolor.
—¿Está casado? ¿Hay alguien que pueda cuidar de usted?
Pedro abrió los ojos.
—Una esposa sería otra pesadilla. Llevo cinco años solo y así es como me gusta estar. Lléveme a casa y no se preocupe por mí.
De modo que no estaba casado y no tenía novia. Paula frunció el ceño, preguntándose si aquel hombre sabría cómo una pierna y varios dedos rotos podían hacer que incluso la tarea más sencilla pareciera imposible.
—Ha dicho antes que tenía que pasar unos informes al ordenador y encargarse de varios casos. ¿A qué se dedica, señor Alfonso? —preguntó, para romper el silencio.
—Soy bailarín de ballet. ¿Cree que podré ponerme los leotardos sobre la escayola?
—No tiene por qué ponerse sarcástico.
Pedro se pasó una mano por la frente.
— Soy investigador privado.
—¿De verdad? ¿Y es bueno?
Los ojos del hombre se iluminaron e incluso esbozó algo parecido a una sonrisa. Una sonrisa muy bonita.
—Soy el mejor.
Un segundo después, la sonrisa había desaparecido, dejando en su lugar una expresión tan amenazadora que Paula decidió no volver a hablar del tema.
Durante los minutos siguientes, él solo abrió la boca para darle indicaciones. Cuando le dijo que tomara una estrecha carretera rodeada de árboles, Pedro empezó a inquietarse. No había ninguna casa, ninguna tienda. Nada. Unos minutos después, vio un cartel que decía «No pasar».
¿Querría llevarla a algún lugar solitario para estrangularla? Paula no sabía nada de él, excepto su nombre. Quizá quería romperle una pierna para darle una lección.
Pero cuando lo miró por el rabillo del ojo, se relajó. Si intentaba atacarla, saldría corriendo. Incluso con Bautista en brazos, podría correr más rápido que cualquier maníaco con una pierna escayolada. Además, estaba muy pálido y parecía incapaz de realizar el más mínimo esfuerzo.
La carretera terminaba en una playa privada, el océano Atlántico una enorme mancha azul a su izquierda.
Pedro señaló la única casa que había, un edificio con el porche acristalado.
Paula salió del coche para ayudarlo a bajar.
—Me gustaría decir que ha sido un placer, pero no puedo —dijo Pedro, mientras se colocaba las muletas. Sin decir nada más, empezó a caminar hacia la casa, pero se quedó parado al ver los escalones.
—Será mejor que lo ayude. Puede apoyarse en mí —se ofreció Paula. Él vaciló un momento, mirándola con desconfianza—. O puede hacerlo usted solo. Y, si se cae, esta vez la culpa será suya —añadió ella, impaciente.
A regañadientes, Pedro le dió una muleta y le pasó un brazo por los hombros mientras ella lo sujetaba por la espalda. A pesar de su preocupación, Paula sintió una punzada de placer al tocar aquella espalda musculosa.
—¿No tiene miedo de que «Billy el niño» arranque el coche mientras usted está ayudándome? — preguntó él con expresión jocosa mientras subían los escalones.
—No sea ridículo. Bautista solo tiene dos años y no es ningún delincuente.
—Ah, la madre siempre es la última en admitir que su hijo tiene problemas.
Paula se quedó parada.
—Señor Alfonso usted no parece un *******. Pero es increíblemente estúpido hablar mal de un niño pequeño cuando su madre lo está ayudando a subir una escalera.
Pedro la miró, sorprendido.
—Touché.
Una sonrisa iluminó el rostro masculino y ella se quedó sin aliento.
Sin la sombra de barba y sin la expresión de dolor en sus facciones, Pedro Alfonso podría robar muchos corazones.
Con aquellos labios tan sensuales, podía hacer que cualquier mujer pensara en sábanas de raso, noches calientes y brazos y piernas entrelazados…
Paula frunció el ceño, preguntándose si habría tomado demasiado el sol. Esa era la única explicación posible para tales pensamientos.
Continuaron el arduo ascenso y cuando llegaron al porche, le devolvió la muleta.
—¿De verdad puede arreglárselas solo?
Él estaba muy pálido y su frente se había cubierto de sudor.
—Ya le he dicho que sí.
Después de eso, entró en la casa y prácticamente le dio con la puerta en las narices.
Paula  tuvo que controlar el impulso de llamar a la puerta y decirle que era un grosero. Pero se recordó a sí misma que, a veces, el dolor convertía en monstruos a los seres humanos.

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