sábado, 25 de octubre de 2014

Simplemente un beso: Capítulo 27

Pedro se concentró en los filetes, preguntándose por qué demonios la había invitado a cenar. Era una locura. Lo único que había querido era darle la caja con los juguetes de Bobby. Pero se había encontrado a sí mismo invitándola a cenar. Era como si las palabras hubieran salido de sus labios sin querer.
Pedro le dió la vuelta a los filetes. Le había resultado más fácil de lo que pensaba guardar las cosas de Bobby en una caja. Mientras lo hacía, los recuerdos lo envolvían… recuerdos de sus años con Bobby, de su cariño por él, del cariño del niño.
Al principio, luchó contra esos recuerdos, tesoros de un tiempo que ya no existía. Pero, al final, se rindió y lo sorprendió descubrir que unido a ese dolor había una gran alegría.
En algún momento, sin que se diera cuenta, la herida había empezado a cicatrizar. Aunque su corazón sangraría siempre por su hijo perdido, el dolor empezaba a ser soportable.
—Estás muy callado —dijo Paula entonces—. ¿Te duele la pierna? Quizá no deberías ir todavía sin muletas.
—No me duele. Estoy bien —dijo él, golpeándose la escayola—. Es que estoy concentrado para que no se me quemen los filetes.
Paula sonrió y esa sonrisa lo calentó por dentro.
—Seguro que sueles quemar la comida.
—Te sorprenderían las cosas que me pasan cada vez que intento cocinar.
—¿Tan malo eres? —rió ella.
—Terrible, el peor —sonrió Pedro—. Los perros no se comen la basura de mi casa porque tienen miedo a envenenarse.
Paula tomó la copa de vino, riendo.
—Pues entonces, quizá será mejor que yo supervise estos filetes.
—Sí, claro.
Estaba tan cerca que, a pesar del olor de la carne, Pedro podía oler su perfume. La proximidad de aquella mujer lo ponía nervioso. Y él nunca se había puesto nervioso al lado de una mujer.
Sí, desde luego besarla había sido un error. Antes del beso, Paula no era nada más que una chica irritante, una ayuda necesaria dadas las circunstancias. Pero en aquel momento, solo podía pensar que era una mujer muy atractiva y que besaba con una pasión conmovedora.
—Pedro, será mejor que les des la vuelta —la voz femenina interrumpió sus pensamientos, pero Pedro la miró sin entender—. Los filetes. Se te van a quemar.
—Ah, es verdad.
—¿Seguro que estás bien? —preguntó Paula, con expresión preocupada.
—Estoy perfectamente. Solo un poco distraído.
—¿Pensando en alguno de tus casos? Si necesitas que te lleve a alguna parte o que pase algún otro informe al ordenador, no dudes en pedírmelo.
—No, ya me he aprovechado de ti suficiente —dijo Pedro, añadiendo una salchicha a la parilla—. Me he aprovechado de que te sentías culpable cuando la verdad es que solo fue un accidente.
Paula sonrió.
—No podías aprovecharte de eso, porque no me sentía culpable. Aunque sí me sentía responsable —dijo, mirando a su hijo—. Debería haber estado vigilándolo. Normalmente, es un niño muy tranquilo. Lo pones en el suelo y se queda jugando. No sé qué le pasó el otro día.
Pedro miró a Bautista, que estaba jugando con un montón de bloques de plástico.
—Sí, la verdad es que parece más tranquilo que otros niños de su edad.
—En mi experiencia, hay dos clases de niños: los exploradores y los filosóficos. Bautista es filosófico —dijo Paula, inclinando la cabeza a un lado. Sus ojos eran entonces del color de las hojas recién cortadas—. ¿Cómo era Bobby?
Por un segundo, las viejas defensas de Pedro se levantaron y estuvo a punto de decirle que no era asunto suyo, que ese era un tema que no quería tocar.
Pero tan rápido como apareció, el instinto desapareció. Durante cinco largos años no había hablado de Bobby con nadie. Además de comprar los regalos el día de su cumpleaños y en Navidad, era como si no existiera, como si nunca hubiera existido porque así le resultaba más fácil seguir viviendo.

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