lunes, 13 de octubre de 2014

Simplemente un beso: Capítulo 2

No puedo creer que haya pasado esto —murmuraba para sí misma mientras seguía al vehículo.
¿Cómo era posible que la mañana hubiera empezado tan bien y, de repente, todo se hubiera estropeado de esa forma?
Bautista parecía completamente ajeno al caos que él mismo había organizado. El niño hablaba consigo mismo, en ese lenguaje incomprensible suyo, sonriendo como si le divirtiera todo aquello.
Pero Paula no se estaba divirtiendo. Estaba aterrada. ¿Y si era algo peor que una pierna rota? Aunque una pierna rota ya era suficientemente horrible. ¿Y si aquel hombre decidía demandarla? Si quisiera, podría dejarla en la ruina.
Paula sonrió al pensar aquello. Ella no tenía nada, de modo que la ruina no sería tan horrible. En su cuenta corriente no había más de doscientos dólares, la casa en la que vivía era alquilada y tendría suerte si su viejo cacharro aguantaba cien kilómetros más.
La sonrisa desapareció de sus labios cuando pensó en el hombre de los ojos azules. ¿Y si era un corredor profesional de maratón? Sería imposible que siguiera entrenando con una escayola en la pierna.
O quizá era un bailarín que trabajaba en uno de los muchos locales nocturnos de la zona. Podría serlo perfectamente, a juzgar por su aspecto físico.
Con una pierna y varios dedos rotos, hiciera lo que hiciera para ganarse la vida, sería un grave problema. Estaría incapacitado durante meses.
Si ella hubiera estado vigilando a Bautista… si no hubiera cerrado los ojos durante unos segundos… Poco después, la ambulancia se dirigía hacia la zona de urgencias y Paula buscó aparcamiento. Antes de entrar en el hospital, se puso un pareo sobre el bikini y sacó a Bautista de su sillita.
Cuando entró en urgencias, los enfermeros habían sentado al hombre en una silla de ruedas y lo empujaban hacia la consulta.
Curiosamente, la sala de espera estaba vacía. Con Bautista en brazos, Paula se dejó caer sobre una silla. No sabía bien qué iba a hacer allí, pero tenía que asegurarse de que el hombre estaba bien y quería disculparse de nuevo por el accidente.
Quizá debería ofrecerse a pagar los gastos de hospital. Su corazón se encogió al pensarlo. Si la factura era muy elevada, tendría que pedir dinero prestado. Y no quería tener que pedírselo a su abuela, que había sido más que generosa regalándole aquellas vacaciones.
Paula se pasó la mano por los cortos rizos dorados, intentando no pensar en eso. Como madre soltera, el dinero siempre era un problema para ella.
Angustiada, apretó a Bautista entre sus brazos, intentando convencerse a sí misma de que encontraría la forma de solucionar la situación para quedar bien con el hombre al que, por accidente, su hijo había hecho tropezar.
Pedro Alfonso hizo una mueca de dolor cuando el doctor Edmund Hall empezó a escayolar los cuatro dedos rotos de la mano derecha. Su pierna ya estaba escayolada hasta el muslo.
No podía creer que le hubiera pasado aquello. Como siempre, el destino le había dado una patada en el trasero. Debería estar acostumbrado.
—¿Vas a contarme cómo te has hecho esto? — preguntó Edmund.
—No te lo creerías —contestó Pedro.
—Te sorprendería lo que estoy dispuesto a creer —rió Edmund. Los dos hombres eran buenos amigos—. Deja que lo adivine. Estabas vigilando a la esposa perversa de algún cliente y ella te dio una paliza con el bolso.
—Qué va —rió Pedro
—Vale. Entonces, estabas borracho y no te acordaste de los escalones que hay en el porche de tu casa.
—Yo no me emborracho —replicó Pedro, ofendido.
Edmund hizo un gesto de incredulidad.
—Dirás que nunca estás sobrio del todo.
—No tienes ni idea —protestó Pedro, irritado—. Llevo un año sin probar el alcohol. Y ya que tienes tanto interés, te diré que estaba corriendo por la playa cuando un niño me agarró la pierna. Me caí, apoyé mal la mano y aquí estoy.
—¿Cuántos años tenía el niño?
Pedro se encogió de hombros y después hizo una mueca de sufrimiento. Le dolía todo el cuerpo.
—Era un niño mayor… como de cinco o seis años —contestó. Después de decirlo, se puso colorado. No podía contarle a Edmund que el niño era tan pequeño como un cacahuete—. ¿Has terminado?
El médico asintió.
—¿Quieres que te recete algún analgésico?
—No.
—Pedro, no te hagas el fuerte. Va a dolerte.
—No pasa nada.
—Eres muy cabezota, Pedro Alfonso—suspiró su amigo—. Te he puesto una escayola con la que podrás caminar, pero tendrás que usar muletas durante unos días. Voy a buscarlas

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