miércoles, 29 de agosto de 2018

Paternidad Temporal: Capítulo 9

En la zona de espera en la que se permitía el uso de móviles, Luciana agitó un modelo antiguo por encima de su cabeza con la esperanza de recuperar la señal. Se lo había prestado Alberto Bentwiggins, de Omaha, que estaba visitando a su madre. Alberto parecía tener noventa y ocho años y llevaba una bombona de oxígeno portátil, que siseaba como el viento en el Cañón del Colorado.

–¿La has recuperado ya? –preguntó Alberto.

Luciana negó con la cabeza y fue hacia la máquina de refrescos con el brazo en alto.

–Conseguí señal junto al ficus de plástico, pero… oh, sí. Aquí –entre la máquina de refrescos y el rincón, la luz de señal se puso de color verde.

–Marca rápido –dijo Alberto–. No queremos que se vuelva a cortar.

Ella dedicó una sonrisa a su benefactor y marcó el número de Pedro. Sonó tres veces antes de que saltara el contestador. Habló tras el pitido.

–¿Pedro? Cariño, ¿Estás ahí? ¡Pedro! –oyó ruido de estática.

Maldijo para sí al ver que la luz verde se apagaba.

–¿Has vuelto a perderla? –Alberto se acercó a ella, tirando de su siseante bombona de oxígeno.

Luciana asintió y sus ojos se llenaron de lágrimas. Se preguntó dónde podían estar. Tenía que haber ocurrido algo. Era demasiado tarde para que Pedro no contestara al teléfono. Se preguntó si estaría con una mujer. No tendría que haber dejado a sus bebés con él. La luz verde volvió a aparecer, pero solo oía el siseo de la bombona de Alberto. Tapó el auricular con la mano y se volvió hacia él.

–¿Podrías alejar la bombona un poco? Me cuesta mucho… –demasiado tarde. Había perdido la señal.

Luciana suspiró.

–He criado a seis hijos y a veintitrés nietos –Alberto le dió una palmadita en la espalda–. Créeme, tus niños están bien. De quien tienes que preocuparte es de ese marido tuyo.

–¿Podrías contarme por fin tu gran secreto? –dijo Paula, con las manos en las caderas.

Hacía cinco minutos que Pedro había regresado de su turno de veinticuatro horas. En esos cinco minutos había escuchado el último mensaje de Luciana diez veces. Ya no tenía ninguna duda de adónde había ido su hermana. Como una tromba, fue a la cocina. Se llevaría todo lo que le había dejado Luciana. Solo había unas pocas latas de leche maternizada y tres o cuatro pañales, pero eso bastaría para llegar a Colorado. En Denver compraría lo que necesitara.

–¿Pedro? –la dulce voz de Paula interrumpió su lista mental de cosas que hacer.

–¿Sí? –preguntó mientras volvía a la sala con los brazos cargados de cosas.

–¿Qué estás haciendo?

–El equipaje.

–Por favor, dime que no estás pensando en llevar a estos dulces y adormilados bebés contigo adondequiera que esté tu hermana –Paula estrechó los ojos y besó la cabecita de Camila.

–Eh –dijo él desde la sala, metiendo las latas en la bolsa de los pañales–. Entiendo que te pueda parecer una locura recorrer el país a ciegas. Pero, para tu información, sé dónde está Luciana.

–¿Ah, sí? –entró en la sala y dejó a Pia en el suelo, sobre una mullida mantita rosa–. ¿Te importaría decirme cómo lo has descubierto, Sherlock?

–Me encantará, Watson –él sonrió–. ¿A tí también te gustan esas películas antiguas?

–Prefiero los libros –replicó ella. Al ver que la miraba burlón, le sacó la lengua–. Ve directo a la parte en la que resuelves el misterio.

–Una simple deducción –agarró las toallitas húmedas que había sobre la mesita de café–. ¿Recuerdas esos silbidos y siseos que se oían en el mensaje del contestador?

–Sí –cruzó los brazos y enarcó una ceja.

–Está en la cabaña familiar, en las afueras de Fairplay, Colorado.

–Tienes que estar de broma. Luciana apenas dijo dos palabras en ese mensaje. ¿Cómo has podido deducir que está en la cabaña?

Pedro agarró unos cuantos juguetes, anillos mordedores de plástico y un chisme transparente que tenía pececillos flotando en su interior.

–Tú sabes de bebés, ¿No? Pues yo sé mucho de mi hermana. Desde que tuvo a los trillizos lo ha pasado bastante mal.

–¿Y qué?

Lanzó una mirada dura a la listilla de su vecina. Ella se la devolvió. Pedro no pudo evitar pensar que le gustaba su lado peleón. En cuanto resolviera la situación, podría plantearse un caso nuevo: descubrir cómo involucrar a Paula en divertidas actividades para adultos, totalmente restringidas a menores. Sacudió la cabeza para librarse del dulce pecado que podría dar al traste con su siguiente tarea para poner en marcha el viaje.

–¿Y bien? –dijo ella–. Gano uno a cero. ¿Quieres que lleguemos al dos a cero?

–¿Te han dicho alguna vez que para ser tan bonita eres muy descarada? – Pedro alzó la vista del bolso en el que estaba metiendo una manta azul.

Paula enrojeció y desvió la mirada.

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