viernes, 31 de agosto de 2018

Paternidad Temporal: Capítulo 12

Eran las nueve de la mañana del día siguiente cuando por fin salieron a la autopista 75, que iba de Pecan a Tulsa, donde cambiarían a la 412. Paula había convencido a Pedro para que se echara una siesta que, por suerte, se había convertido en una noche de descanso. Entretanto, ella había ido a la tienda a comprar provisiones más realistas de leche maternizada, pañales y toallitas húmedas, y también había conseguido dormir un rato, mientras lo hacían los bebés.

Durante el breve periodo que había pasado alejada del formidable atractivo de Pedro , por no mencionar el de los trillizos, se había dado una charla para motivarse. Él solo era su vecino. Sí, era guapísimo, pero eso no implicaba que estuviera enamorándose de él. Era una mujer adulta; no tenía por qué sentirse confusa. ¿Por qué creía que acceder a realizar un breve viaje por carretera equivalía casi a entregar su corazón? «¿Será porque tu corazón vibra cuando el tipo está a un metro de distancia?», pensó.

–¿Quieres que busque atajos? –preguntó Paula, abriendo el mapa.

Pedro, con ambas manos en el volante de la furgoneta de su hermana, negó con la cabeza.

–Prefiero las carreteras estatales. No veo razón para tentar a la suerte.

–Oh –se quitó las sandalias, apoyó los pies en el salpicadero y admiró su reciente pedicura–. ¿No te encanta este tono de rosa? Las pintitas plateadas hacen que parezca que hay una fiesta en mis dedos –lo miró y captó su gesto resignación.

–¿Por qué haces eso? –preguntó él.

–¿El qué?

–Poner los pies sucios en el salpicadero. Le he quitado el polvo esta mañana.

–Mis pies no están sucios –giró en el asiento para mostrarle las plantas–. ¿Ves?

No llevaban ni diez minutos de viaje y la mujer casi le había hecho estrellar el coche. Pedro carraspeó y agradeció la norma de «mantener la vista en la carretera». Si no fuera por eso, lo habría tentado agarrar esos pies tan limpios y…  No. Ni pensarlo. Ese era un viaje familiar. Para todos los públicos, de principio a fin. Cerró los ojos un instante y tomó aire. Se preguntó si ella sabía que al levantar los pies también se había levantado el bajo de sus pantalones cortos. La dulce curva de su trasero le había hecho pensar en cosas más picantes que dulces. Apretó las manos sobre el volante.

¡Buaaaaauu!

–¿Qué pasa? –le preguntó Paula a uno de los niños–. ¿Ya quieres comer? –sacó un biberón templado de un termo, probó la temperatura de la leche en la parte interna de la muñeca y se lo ofreció al sobrino de Pedro, que le dió un manotazo–. Supongo que eso significa que no tienes hambre.

¡Buaaaaauu!  ¡Buaaaaa!

Camila acababa de unirse a la serenata.

–Santo Dios –dijo Pedro–. Ni siquiera hemos llegado a Tulsa y ya están llorando. ¿No se suponía que a los bebés les gusta ir en coche?

–A la mayoría, sí –dijo ella, alzando la voz–, pero parece que estos son la excepción. Bueno, menos Joaquín. Él está profundamente dormido.

–¿Cómo sabes que ese es Joaquín?

–Técnicamente, no lo sé. Pero tiene las cejas algo más gruesas que su hermano; eso me ayuda a diferenciarlos.

Pedro suspiró. No sabía por qué no se le había ocurrido eso a él.

–Cuando hagamos la primera parada en Kansas, echaré un vistazo.

–¿Kansas? Siento pinchar tu burbuja, pero a juzgar por los aullidos vamos a tener que parar mucho antes de llegar a la autopista de peaje.

–De eso nada –para demostrarlo, Pedro pisó el acelerador.

Ocho kilómetros después, junto a una descuidada zona de picnic, con el suelo lleno de basura que el viento seco y caliente removía, Pedro hizo una mueca. Los tres bebés gritaban.

–Este sitio no parece muy limpio –dijo.

–No vamos a revolcar a tus sobrinos por el suelo.

–Ya, bueno, pero… –alzó la voz para hacerse oír por encima del berrido de Camila–. Quizás deberíamos…

Paula se desabrochó el cinturón de seguridad y bajó de la furgoneta. Pedro miró el estacionamiento de cemento desteñido por el sol y las destartaladas mesas de picnic y movió la cabeza.

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