—Me parece que no, mamá —vió que su madre jadeaba—. Mamá, estaba pensando en mi boda. Mira, creo que no va a ser... —se interrumpió al ver que su madre palidecía, se llevaba una mano al pecho y abría la boca, como si se estuviera ahogando.
—Mamá, ¿Qué te pasa?
—Yo... No me encuentro bien... —jadeó y se deslizó lentamente hasta el suelo—. Me arde el pecho, hija mía, creo que está a punto de darme un infarto.
—Su madre ha tenido un ataque, es cierto —comentó el doctor Héctor Tannenbaum al salir de la habitación en la que había estado atendiendo a Alejandra.
Paula se levantó de un salto de la silla en la que había estado rezando y llorando en el hombro de Zach durante la pasada media hora.
—Lo sabía —sollozó—. Sabía que debería haber prestado más atención a los síntomas. ¿Está muy mal, doctor? ¿Sobrevivirá?
—Unos veinte años más, si deja las grasas.
—¿Qué?
—Su madre ha sufrido un ataque de indigestión.
—¿Indigestión? Pero si se ha caído al suelo. Ni siquiera podía hablarme, por el amor de Dios.
—La culpa la han tenido una ración doble de costillas y una fuente de fritos de queso. El dolor que sentía en el pecho era la comida que luchaba buscando una salida.—Pero estaba muy pálida.
—Porque no hace una dieta equilibrada. Y usted debería intentar contenerla —le tendió unos folios con instrucciones sobre la dieta baja en grasas que su madre debía seguir mientras Paula intentaba hacerse a la idea de que su madre no se estaba muriendo.
Por lo menos de momento, pensó la joven mientras leía la dieta.
—¿Mamá? —preguntó Paula, asomando la cabeza en la habitación. Su madre permanecía tumbada en una cama de hospital, con los ojos cerrados. Tan quieta y serena que parecía estar ¡muerta!—. ¡Mamá!
—Deja de gritar, cariño. Me van a estallar los oídos.
—Gracias a Dios. Está bien —le comunicó a Pedro, que la siguió—. Mamá, me has dado un susto de muerte.
—Considéralo como un entrenamiento.
—¿Qué?
—Todos tenemos que morir alguna vez. Y no creo que yo tarde mucho en hacerlo.
—¿Todavía no has hecho la digestión?
—¿Indigestión? —Alejandra sonrió con tristeza—. Ah, sí, indigestión.
—Mamá, ¿Me estás ocultando algo?
—Por supuesto que no, querida. Estoy bien, estoy bien —palmeó la mano de su hija.
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