viernes, 3 de agosto de 2018

Dulce Amor: Capítulo 23

—Esa es mi chica.

—En la oficina.

—Pero yo quería que me hablaras más de Pedro.

—Más  tarde mamá,  te  lo  prometo.  Tengo  que  empezar  a  trabajar inmediatamente —Paula buscó  refugio  en  su  despacho,  y  se  sentó  frente  al  ordenador.  Estaba  a  punto  de  tirar  el  donuts  a  la  papelera  cuando  oyó  a  su  madre  gritar  desde  el  pasillo—:  No  se  te  ocurra  tirar  el  donuts  a  la  papelera.  Hay  muchos  niños que se mueren de hambre.

Paula tomó aire y giró la cabeza hacia la ventana. Unos pajarillos gorjeaban en las ramas de un árbol cercano. Rápidamente, tomó el plato con el donuts y lo dejó en el alféizar.

—Ni  pienses  en  dárselo  a  los  pájaros.  El  azúcar  es  muy  peligrosa  para  unas  criaturas tan frágiles.

Paula arrebató el pastel a un arrendajo que pretendía hacerse con él y lo dejó encima de su escritorio. El  dulce  la  llamaba  a  gritos.  Cerró  los  ojos,  pidiéndole  al  cielo  fuerzas  para  resistir.  Iban  a  ser  menos  de  dos  semanas,  se  dijo.  Había  vivido  dieciocho  años  con  aquella mujer y había conseguido sobrevivir. ¿Cómo no iba a resistir diez días, cuatro horas y veintidós minutos? Metió el donuts en un cajón, lo cerró y se concentró en el ordenador. El trabajo. Su  salvación.  Su  pasión.  Sus  dedos  volaron  sobre  el  teclado  y  el  mundo  pareció  sumergirse en una agradable calma.Una   calma   que   sólo   duraría   hasta   que   tuviera   que   enfrentarse   nuevamente   a   su   madre,   resistir   la   llamada   desesperada   del  donuts   o  besar  nuevamente a Pedro. Aquellas dos semanas iban a ser muy largas.

—Eh,  preciosa,  ¿Qué  tal  va  todo?  —la  primera  llamada  que  recibió  Paula el  sábado por la mañana fue de Pedro.

—¿No te dije que te llamaría yo? —le preguntó.

—Han  pasado  ya  veinticuatro  horas.  ¿No  crees  que  tu  madre  querrá  saber  dónde me he metido?

—Le dije que tienes problemas en el trabajo.

—Y supongo que también estás intentando ponerme nervioso.

—En realidad, me encantaría que te murieras, pero eso me causaría problemas con mi madre. Le gustas... Espera un momento —cubrió con la mano el auricular—. Sí, mamá, es Pedro. Siente tener tanto trabajo. También a él le gusta haberte conocido —apartó  la  mano  y  dijo  con  voz  alta  y  clara—:  Dice  mi  madre  que  eres  tan  maravilloso como se imaginaba.

—Maravilloso es mi apodo.

—Yo tenía entendido que era repugnante —cubrió nuevamente el auricular—. Sí, mamá. Dice que tú también eres encantadora. Sí, está deseando verte —apartó la mano y siseó—: ¿Llamas para torturarme, o necesitas algo? Porque estaba intentando trabajar.

—Me conozco perfectamente tu juego, así que deja de actuar.

—¿Actuar?

—Sí, actuar. Finges que me odias cuando en realidad no es cierto.

—Claro que te odio.

—De   acuerdo.   Soy  capaz de   averiguar  tus   intenciones, pero  tengo  que  reconocer que estás haciendo una representación perfecta.

—Hablando  de  actuar,  creo  que  tú  eres  todo  un  maestro.  Verte  a  tí  es  como  estar  asistiendo  a  una  función  teatral.  ¿Tomas  algún  tipo  de  pastilla  para  que  se  produzca el cambio? ¿Alguna poción? ¿O estás secretamente poseído por el diablo?

—¿Se puede saber de qué estás hablando?

—De tu transformación en Alfonso El Salvaje.

—Tú sueñas.

—Yo diría que tengo pesadillas.

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