lunes, 27 de agosto de 2018

Paternidad Temporal: Capítulo 5

Luciana Alfonso-Fernandez taladró con la mirada a la enfermera encargada del teléfono de la UCI.

–Por favor… Llamaré a cobro revertido. Necesito decirle a mi hermano dónde estoy. Me fui a toda prisa y él había llevado a mis trillizos al zoo de Tulsa, así que no pude…

–Lo siento –dijo la enfermera de ojos acerados–. Normas del hospital. Este teléfono solo es para emergencias.

–Es una emergencia.

Con el pulso desbocado, Luciana apretó los puños. Empezando por la llamada que había interrumpido su baño de burbujas con la información de que Marcos había tenido un accidente y estaba muy grave, el tropezón en la escalera que había hecho que se torciera el tobillo, el vuelo interminable y el viaje en coche alquilado hasta el hospital de Carolina del Norte en el que su esposo navegaba entre la consciencia y la inconsciencia, todo había sido un horror que no dejaba de empeorar.

–Lo siento, pero si no necesita una transfusión de sangre o tiene un órgano que quiera donar, no puedo permitir que use este teléfono –la enfermera suspiró–. Hay teléfonos de pago a su disposición por todo el hospital.

–Mire –Luciana apoyó las palmas de las manos en el mostrador–, no sé si lo sabe o no, pero algún obrero de esa nueva ala que están construyendo ha cortado la línea telefónica con la excavadora. Así que no hay un solo teléfono que funcione en un kilómetro cuadrado, excepto el suyo que, según se rumorea, tiene su propia línea privada.

–Por favor, señorita Fernandez, baje la voz. Aquí hay pacientes muy enfermos.

–¡Lo sé! –dijo Luciana irritada–. Mi esposo es uno de ellos. Su vida pende de un hilo y usted se porta como si estuviera aquí para un corte de pelo. Ya se lo he explicado. Mi móvil no tiene batería. El cargador está en casa, a tres mil kilómetros de aquí. Tengo el tobillo tan hinchado que parece una pelota, lo que hace que moverme resulte muy doloroso. Por favor, déjeme usar el teléfono.

–Quizás algún familiar de otro paciente le preste un móvil para que lo use en la zona asignada, en la sexta planta –dijo la enfermera con una sonrisa empalagosa.


Pedro golpeó la encimera con el inalámbrico. Se preguntó qué pasaba con los tipos de la comisaría; se suponía que eran sus amigos. Maldijo para sí. Él era quien había organizado la fiesta de Ferris cuando se graduó de la academia de policía. Y el tipo le decía que no podía hacer más para encontrar a Luciana. Miró a sus sobrinos y agradeció que siguieran dormidos. ¿Qué habría hecho sin la ayuda de su nueva vecina? ¿Qué iba a hacer cuando los tres bebés se despertaran a la vez, necesitando biberones y cambios de pañales? Había ganado medallas por su valor como bombero. Sin embargo, esos bultitos vestidos de azul y rosa le hacían sentirse como un cobarde. Sonó el teléfono y se lanzó a contestar.

–¿Luciana? –dijo.

–¿Aún no ha regresado? –preguntó Javier, uno de sus colegas del parque de bomberos.

–No.

–¿Qué vas a hacer? Te necesitamos aquí. Hay un incendio cerca del club de campo y acabamos de volver de uno en una casa de Hinton.

–¿Algún herido?

–No, pero la cocina ha quedado carbonizada –respondió Javier.

–Vaya –Pedro había estado en cientos de escenas como esa.

Y había visto a mucha gente lamentándose y llorando. Era un riesgo asociado a su trabajo. Paula decía lo mismo de su trabajo. Que odiaba oír llorar a bebés. Odiaba oír llorar a cualquiera. Era fantástico salvar vidas, pero el desgaste emocional que provocaba un incendio era tan horrible como la destrucción física. El fuego no solo arruinaba vidas y hogares, también robaba recuerdos. Fotos de unas vacaciones en Florida. Trofeos de golf y de béisbol. Esos ceniceros de arcilla que hacían los niños en la guardería. «O hermanos pequeños». Suspiró.

–Pedro, el jefe siente mucho lo de tu hermana, pero te necesitamos. ¿Quieres que llame a Nadia y le pida que vaya a cuidar a los trillizos?

Nadia era la esposa de Javier. Era cierto que podía ir a estar con los bebés, pero eso sería todo. La pareja ni siquiera tenía un perro. Marcie no tenía por qué saber cómo cuidar de tres bebés de cinco meses. Pero Paula… Ella sí sabría qué hacer. Recordó cómo había calmado a sus sobrinos un rato antes: había sido casi un milagro.

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