—¿Ése es tu coche? —preguntó Paula deslizando la mirada por un sofisticado Lexus plateado. Un coche demasiado elegante para un hombre tan machista.
—¿Esperabas otra cosa?
—Una furgoneta monstruosa con una mujer desnuda pintada a cada lado y una bocina que tocara alguna canción.
Pedro le abrió la puerta de pasajeros y le indicó que entrara.
—La furgoneta tiene una rueda pinchada, está demasiado sucia para que se vean los dibujos y la bocina no funciona, por eso he tenido que traer este coche.
—No tienes una furgoneta monstruosa, ¿Verdad?
—No, pero si quieres posar para que te dibuje en las puertas del coche, estoy dispuesto a cambiar de estética.
—Muy divertido.
Paula chasqueó la lengua y se deslizó en el asiento de pasajeros. El olor a cuero y a la masculina fragancia de Pedro la envolvieron al instante. Rápidamente, abrió la ventanilla, mientras Pedro rodeaba el coche para sentarse ante el volante.
Lo miró de reojo y el corazón le dio un vuelco. Si por lo menos no fuera tan atractivo, tan sexy... Se obligó a desviar la mirada y a considerar con optimismo su situación. Al fin y al cabo, la situación podía haber sido mucho peor que sentirse arrastrada por una atracción física: Pedro podía haber llegado a gustarle realmente.
Pedro le gustaba.Tuvo que enfrentarse a la dura verdad una hora después, estando sentada en una de las mesas de Bailey Park. Bebió un sorbo de limonada y lo observó liderando un equipo de educadores contra un escandaloso grupo de niños del Centro Infantil de Bailey. Para ser un ex jugador profesional, era el peor jugador de fútbol que Paula había visto en su vida. Prácticamente, les estaba dejando ganar.Sí, estaba dejándoles ganar. Era tan obvio... Y tan impropio de un hombre al que apodaban El Salvaje, que deseó golpearlo. O besarlo. Sobre todo cuando vió a media docena de niños sonrientes proclamar la victoria sobre los mayores. Tras los abrazos de rigor, se acercaron a la mesa y tomaron las hamburguesas que ellos habían llevado.
—¡No se olviden de limpiarse las manos! —Paula fue repartiendo servilletas a la vez que iban tomando las hamburguesas—. Tú tampoco —le tendió un puñado a Pedro.
—Sí, mamá.
Le dirigió una lenta y atractiva sonrisa, y Paula sintió que el aire estallaba en su pecho. Durante uno de los descansos del partido, Pedro se había quitado la camiseta. En la distancia, a Paula no le había importado verlo con el torso desnudo. Pero estando tan cerca, el asunto era muy diferente. Sentía la boca seca y tenía que esforzarse seriamente para ignorar la ridícula tentación de tocarlo.
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