lunes, 13 de agosto de 2018

Dulce Amor: Capítulo 37

—¿Ése es tu coche? —preguntó Paula deslizando la mirada por un sofisticado Lexus plateado. Un coche demasiado elegante para un hombre tan machista.

—¿Esperabas otra cosa?

—Una furgoneta monstruosa con una mujer desnuda pintada a cada lado y una bocina que tocara alguna canción.

Pedro le abrió la puerta de pasajeros y le indicó que entrara.

—La  furgoneta  tiene  una  rueda  pinchada,  está  demasiado  sucia  para  que  se  vean los dibujos y la bocina no funciona, por eso he tenido que traer este coche.

—No tienes una furgoneta monstruosa, ¿Verdad?

—No,  pero  si  quieres  posar  para  que  te  dibuje  en  las  puertas  del  coche,  estoy  dispuesto a cambiar de estética.

—Muy divertido.

Paula chasqueó  la  lengua  y  se  deslizó  en  el  asiento  de  pasajeros.  El  olor  a  cuero  y  a  la  masculina  fragancia  de  Pedro la  envolvieron  al  instante.  Rápidamente,  abrió la ventanilla, mientras Pedro rodeaba el coche para sentarse ante el volante.

Lo  miró  de  reojo  y  el  corazón  le  dio  un  vuelco.  Si  por  lo  menos  no  fuera  tan  atractivo,  tan  sexy...  Se  obligó  a  desviar  la  mirada  y  a  considerar  con  optimismo  su  situación.  Al  fin  y  al  cabo,  la  situación  podía  haber  sido  mucho  peor  que  sentirse  arrastrada por una atracción física: Pedro podía haber llegado a gustarle realmente.

Pedro le gustaba.Tuvo  que  enfrentarse  a  la  dura  verdad  una  hora  después,  estando  sentada  en  una  de  las  mesas  de  Bailey  Park.  Bebió  un  sorbo  de  limonada  y  lo observó  liderando un equipo de educadores contra un escandaloso grupo de niños del Centro Infantil de Bailey. Para  ser  un  ex  jugador  profesional, era  el  peor  jugador  de  fútbol  que  Paula había visto en su vida. Prácticamente, les estaba dejando ganar.Sí, estaba dejándoles ganar. Era tan obvio... Y tan impropio de un hombre al que apodaban El Salvaje, que deseó golpearlo. O besarlo. Sobre todo cuando vió   a   media docena  de niños   sonrientes proclamar  la  victoria  sobre  los  mayores.  Tras  los  abrazos  de  rigor,  se  acercaron  a  la  mesa y tomaron las hamburguesas que ellos habían llevado.

—¡No se olviden de limpiarse las manos! —Paula fue repartiendo servilletas a la vez que iban tomando las hamburguesas—. Tú tampoco —le tendió un puñado a Pedro.

—Sí, mamá.

Le dirigió una lenta y atractiva sonrisa, y Paula sintió que el aire estallaba en su  pecho.  Durante  uno  de  los  descansos  del  partido,  Pedro se  había  quitado  la  camiseta. En la distancia, a Paula no le había importado verlo con el torso desnudo. Pero  estando  tan  cerca,  el  asunto  era  muy  diferente.  Sentía  la  boca  seca  y  tenía  que  esforzarse seriamente para ignorar la ridícula tentación de tocarlo.

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