—Al lado de tu sujetador y tus bragas.
—Esto no me puede estar sucediendo a mí. Yo hago obras de caridad. Incluso llevé una vez a un perro abandonado al veterinario. He donado tartas a centros de menores... No es justo. No señor, no es justo —se sentó en la cama para ponerse los zapatos—. Pero aunque sea injusto, lo que tengo que hacer ahora es intentar tranquilizarme y pensar lo que le voy a decir a mi madre.
—Paula, eres una mujer adulta. No tienes que decirle nada...
—Pero ella pensará... —en sus bocas unidas, en las sábanas revueltas, en sus cuerpos tocándose...—. De acuerdo, esto le dará mayor credibilidad a la situación.
Pedro sonrió; esbozó aquella seductora y sensual sonrisa que la había hecho olvidarse de su negocio y terminar con él en la cama.Pero se había dormido y, fuera domingo o no, tenía trabajo que hacer.
—Vamos —lo agarró del brazo, pero él no se movió.
—Mis botas.
Paula se las lanzó y tiró de él hacia la puerta.
—Me estás echando.
—Sí.
—Entonces no preguntaré si has disfrutado.
—Por favor, no preguntes nada —lo empujó para que empezara a bajar las escaleras—. No preguntes nada y vete. Vete ahora mismo.
—¿De verdad quieres que me vaya?
—Sí, tienes que irte —intentaba bloquear la verdad y resistir la necesidad de olvidarse de todo y arrojarse a sus brazos.
Llegaron a la puerta en un tiempo sin ser vistos. Pero, una vez allí, se oyó la voz de su madre peligrosamente cerca y Paula lo empujó al porche.
—Te veré luego —le tiró las botas, cerró la puerta y se apoyó contra ella.
Se había ido. Afortunadamente. Pero Paula no se sentía afortunada. Se sentía vacía, confundida y muy, muy sola. Amaba a Pedro.Lo comprendió mientras permanecía asomada a la ventaba del cuarto de estar, observando alejarse el coche de él.Quería correr tras él y besarlo hasta hacerle esbozar aquella sonrisa con la que le paralizaba el corazón. Quería volver a acostarse con él y saborearlo, tocarlo y tener un bebé con él. Muchos bebés. Porque lo amaba. Aquella era la única explicación posible. Estaba sola en el cuarto de estar. Pedro no podía estar nublándole el pensamiento. Y tampoco su madre, que estaba en la cocina.Su madre. ¡Claro, eso era! Era su madre la que estaba haciéndole pensar todas aquellas locuras sobre el matrimonio y los niños. Claro que sí. La culpa la tenía su madre. Seguramente, estaría haciendo uso de algún tipo de magia para que se rindiera a los pies de Pedro.
—Ésta no soy yo. Yo no actúo de esta forma a no ser que me estén manipulando —escapó una risa nerviosa de sus labios—. Habrá averiguado que lo del compromiso era una farsa y ha decidido hacer algo para que me enamore de él.
Y Paula iba a poner fin a aquella situación. Se dirigió a grandes zancadas hacia el pasillo y entró en el dormitorio de su madre.
—Mamá, sé lo que estás intentando hacer y ya puedes ir olvidándote... —el dormitorio estaba vacío.
—Paula, ¿Qué ocurre? —apareció su madre en el marco de la puerta con un plato de fresas en la mano.
—Se ha ido.
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