lunes, 20 de agosto de 2018

Dulce Amor: Capítulo 52

—Al lado de tu sujetador y tus bragas.

—Esto  no  me  puede  estar  sucediendo  a  mí.  Yo  hago  obras  de  caridad.  Incluso  llevé  una  vez  a  un  perro  abandonado  al  veterinario.  He  donado  tartas  a  centros  de  menores... No es justo. No señor, no es justo —se sentó en la cama para ponerse los zapatos—.  Pero  aunque  sea  injusto,  lo  que  tengo  que  hacer  ahora  es  intentar  tranquilizarme y pensar lo que le voy a decir a mi madre.

—Paula, eres una mujer adulta. No tienes que decirle nada...

—Pero  ella pensará...  —en  sus  bocas  unidas,  en  las  sábanas  revueltas,  en  sus  cuerpos tocándose...—. De acuerdo, esto le dará mayor credibilidad a la situación.

Pedro sonrió;  esbozó  aquella  seductora  y  sensual  sonrisa  que  la  había  hecho  olvidarse de su negocio y terminar con él en la cama.Pero se había dormido y, fuera domingo o no, tenía trabajo que hacer.

—Vamos —lo agarró del brazo, pero él no se movió.

—Mis botas.

Paula se las lanzó y tiró de él hacia la puerta.

—Me estás echando.

—Sí.

—Entonces no preguntaré si has disfrutado.

—Por  favor,  no  preguntes nada  —lo  empujó  para  que  empezara  a  bajar  las escaleras—. No preguntes nada y vete. Vete ahora mismo.

—¿De verdad quieres que me vaya?

—Sí,  tienes  que  irte  —intentaba  bloquear  la  verdad  y  resistir  la  necesidad  de  olvidarse de todo y arrojarse a sus brazos.

Llegaron a la puerta en un tiempo sin ser vistos. Pero, una vez allí, se oyó la voz de su madre peligrosamente cerca y Paula lo empujó al porche.

—Te  veré  luego  —le  tiró  las  botas,  cerró  la  puerta  y  se  apoyó  contra  ella. 

Se  había ido. Afortunadamente. Pero  Paula no  se  sentía  afortunada.  Se  sentía  vacía,  confundida  y  muy,  muy  sola. Amaba a Pedro.Lo comprendió mientras permanecía asomada a la ventaba del cuarto de estar, observando alejarse el coche de él.Quería correr tras él y besarlo hasta hacerle esbozar aquella sonrisa con la que le paralizaba  el  corazón.  Quería  volver  a  acostarse  con  él  y  saborearlo,  tocarlo  y  tener  un bebé con él. Muchos bebés. Porque  lo  amaba.  Aquella  era  la  única  explicación  posible.  Estaba  sola  en  el  cuarto  de  estar.  Pedro no  podía  estar  nublándole  el  pensamiento.  Y  tampoco  su  madre, que estaba en la cocina.Su  madre.  ¡Claro,  eso  era!  Era  su  madre  la  que  estaba  haciéndole  pensar  todas  aquellas locuras sobre el matrimonio y los niños. Claro que sí. La culpa la tenía su madre. Seguramente, estaría haciendo uso de algún tipo de magia para que se rindiera a los pies de Pedro.

—Ésta no soy yo. Yo no actúo de esta forma a no ser que me estén manipulando —escapó una risa nerviosa de sus labios—. Habrá averiguado que lo del compromiso era una farsa y ha decidido hacer algo para que me enamore de él.

Y Paula iba a poner fin a aquella situación. Se  dirigió  a  grandes  zancadas  hacia  el  pasillo  y  entró  en  el  dormitorio  de  su  madre.

—Mamá,  sé  lo  que  estás  intentando  hacer  y  ya  puedes  ir  olvidándote...  —el dormitorio estaba vacío.

—Paula,  ¿Qué  ocurre?  —apareció  su  madre  en  el  marco  de  la  puerta  con  un  plato de fresas en la mano.

—Se ha ido.

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