miércoles, 29 de agosto de 2018

Paternidad Temporal: Capítulo 6

–¿Pedro? ¿Puedo decirle al jefe cuándo vendrás?

–Dile que llegaré en cuanto pueda.

–Eso haré –dijo Javier–. Nos vemos luego.

Pedro cortó la comunicación. Odiaba pedir ayuda. Desde la muerte de sus padres, cuando él tenía diecinueve años, había cuidado de sí mismo y de su hermana, que tenía diez. El dinero del seguro de vida de sus padres no había durado mucho, y cuando se acabó tuvo que matricularse en la universidad en el turno nocturno y matarse a trabajar durante el día para que Luciana tuviera cuanto podía querer una niña. El banco les había quitado la casa en la que habían vivido con sus padres, pero él había encontrado un departamento sobre el viejo cine del pueblo. Hacía tiempo que el edificio había sido condenado a demolición, pero en aquella época ponían películas los jueves, viernes y sábados por la noche. Cuando Luciana aún era una dulce niña la había llevado a la mayoría de las sesiones. Mas de una vez había estado a punto de vender la cabaña de Colorado que llevaba generaciones en su familia. Siempre estaban muy justos de dinero pero, de alguna manera, había conseguido aguantar. La cabaña era el único recuerdo tangible que tenían de sus padres. Una parte de Pedro tenía la sensación de que le debía a Luciana, y a sus futuros hijos, mantenerla en la familia por mucho esfuerzo que le costara. Había criado a su hermana él solo. La había ayudado con los deberes y a estudiar para los exámenes. Había ido en su busca cuando sospechaba que andaba con malas compañías y la había castigado sin salir cuando la pilló bebiendo cerveza junto al río. Incluso había estado allí para frotarle la espalda cuando vomitó esas cervezas unas horas más tarde en el inodoro del departamento. Le había pagado la matrícula de la universidad, los libros y los gastos de alojamiento. Y nunca había pedido ayuda para sí mismo. Nunca la había querido. Pero en ese momento…

De alguna manera, era distinto. Podía ayudar a Luciana a estudiar para un examen. Y sacarla de una fiesta para llevarla a casa. Y pagar sus estudios. Podía hacer todo eso. Pero no se sentía capaz de descubrir cómo cuidar de tres bebés además de poner en marcha la investigación del paradero de Luciana. Gruñó. Por lo que había visto esa mañana, la última escapada de su hermana podría acabar con él.

–Luciana ¿Dónde estás? –Pedro suspiró y apoyó los codos en la encimera.

Diez minutos después, tras dejar la puerta entornada y sujeta con una bolsa de sal, Jed hizo lo impensable: llamó a la puerta de Paula Chaves para pedirle ayuda.

–Pedro. Hola –Paula se pasó los dedos por el cabello revuelto.

Desde que había dejado a su vecino, había estado rascando la pintura del techo del aseo de invitados. Habría preferido jugar una partida de Palabras cruzadas, pero era imposible jugar sola. Tal vez algún día podría preguntarle a su vecino si le gustaba el juego.

–Parece que has estado ocupada –dijo él, quitándole un trozo de yeso del pelo.

–Una de las razones por las que elegí este piso fue su estructura.

Redecorar es una de mis aficiones –dijo Paula.

–Genial. Tal vez puedas ocuparte del mío cuando acabes. Podríamos hablar de azulejos mientras tomamos una pizza.

–Quizás –aunque su tono había sonado burlón, la calidez de los ojos de Pedro hizo que Paula pensara que quizás decía en serio que quería verla de nuevo.

Tal vez había ido a invitarla a salir. Se había trasladado con el propósito de alejarse de los hombres y allí estaba, ante otro. Peor aún, la optimista que llevaba dentro, la que buscaba encontrar un caldero de oro al final del arcoíris de las relaciones, aceptaría. Al fin y al cabo, el tipo parecía una estrella de cine. Sin embargo, sabía que la apariencia no quería decir nada. Su exmarido, Diego, había sido muy guapo, y se había convertido en su peor pesadilla.

–¿Juegas a Palabras cruzadas? –balbuceó Paula, sin saber por qué.

Diego y Fernando habían odiado el juego que era la pasión de su familia.

–Me encanta jugar –dijo Pedro–. Cuando mi vida se tranquilice, tenemos que echar una partida. Pero te aviso –le guiñó un ojo–, soy muy bueno.

A ella le dió un vuelco el estómago. «No», se dijo. Por guapo que fuera su nuevo vecino, no podía interesarse por él. Sin duda volvería a tener citas, porque no soportaba la idea de acabar sola. Pero tardaría un tiempo. Su cabeza y su corazón no estaban listos.

–Bueno… –él restregó los pies por el suelo.

Paula miró por el pasaje y vió que la puerta de su casa estaba abierta y se veía una bañera azul.

–¿Aún no ha vuelto tu hermana?

–No. Empiezo a preocuparme de verdad.

–No te culpo –dijo ella, controlando el deseo de confortarlo con un abrazo. En el trabajo abrazaba a padres, alumnos y colegas, pero en esa situación un abrazo podría implicar un cierto afecto poco recomendable.

–Estoy aquí –dijo él, esbozando una deliciosa sonrisa que la dejó sin aire–  porque se ha desatado el caos en el parque de bomberos y me necesitan con urgencia. Me preguntaba si podrías quedarte en mi casa las próximas veinticuatro horas. Es lo que dura mi turno, pero estoy seguro de que Luciana volverá mucho antes.

–¿Quieres que haga de niñera? –el guapo de Pedro Alfonso no estaba allí para pedirle una cita, quería que cuidara de los trillizos de su hermana.

Tendría que haber sentido alivio, pero se le encogió el corazón. Era obvio que los hombres no la veían como mujer, sino como experta en cuidar niños. Aunque no buscaba una relación y no tendría que haberle importado, ese hecho la irritó.

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