—Aquí estoy. Listo y dispuesto.
—Y tarde —repuso Paula—. Media hora tarde. ¿Sabes lo preocupada que he estado? Deberías haber llamado. Pensaba que habías tenido un accidente.
—He estado en la floristería —le tendió un ramo de doce rosas rojas—. Y después he tenido que soportar un atasco.
—¿Flores? ¿Me has comprado flores? ¿Cómo has podido hacer una cosa así?
—¿No te gustan las flores?
—Me encantan las flores —lo miró con rabia—. Este ha sido un truco muy sucio, Pedro.
—¡Paula! ¿Es Pedro? —Alejandra apareció en el pasillo con un champiñón en una mano y un camarón en la otra—. ¡Hola, Pedro! ¡Qué alegría verte! Espero que no te importe que haya empezado a cenar sin tí. Pero estaba todo tan apetitoso que no podía esperar... ¡Rosas!
—Te las ha comprado Pedro—Paula le entregó las rosas a su madre.
—¿Son para mí? ¡Oh, qué encanto! Celina Wilhem hizo que le llevaran las flores de la boda desde Connecticut, pero no eran ni de lejos tan hermosas como éstas.
—Voy a calentar la cena —Paula se retiró a la cocina, estableciendo así la pauta que iba a repetirse durante el resto de la noche.
Avance, retirada. Avance, retirada. Cada vez que Pedro avanzaba, con su intensa mirada, con el ocasional roce de sus manos... Paula se retiraba a la cocina, al baño o a cualquier otro lugar en el que pudiera recordarse las razones por las que Pedro Alfonso no debería atraerla. Era el típico macho. Dominante. Posesivo... Ella era una mujer, y Alfonso El Salvaje trataba a todas las mujeres de la misma manera. Además, sus abrazos, sus sonrisas seductoras y sus miradas radiantes tenían como único fin convencer a Alejandra de que eran una pareja enamorada. Su madre estaba contenta y ésa era exactamente lo que Paula quería. El problema era que se descubría a sí misma respondiendo a sus avances con una sonrisa. Aceptándolos. Deseándolos. Oh no... Ignoró rápidamente aquella evidencia y se concentró en pasar lo mejor posible la última hora de velada compartida que les quedaba. Hora que dedicaron a discutir sobre las invitaciones que habían escogido.
A Pedro le encantaron las invitaciones con veleros mientras que Alejandra se inclinaba por las de flores. Paula prometió tomar una decisión esa misma noche, empujó a Pedro hasta la puerta, se despidió de él y se encerró en su despacho. Pero ni siquiera las facturas y la planificación del trabajo del día siguiente sirvieron para sosegarla. A la mañana siguiente, se levantó media hora antes de lo habitual, pero decidida a no conceder ninguna importancia a los tórridos sueños que le habían impedido descansar. ¿Que había soñado con Pedro? ¿Y qué importancia podía tener eso? Eso no significaba que estuviera enamorada de Pedro Alfonso.
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